blanca como la nieve roja como la sangre, Alessando D'Avenia

No sé por qué me apetecía tanto leer este libro de nuevo. Es la tercera vez que lo leo y me sorprende seguir descubriendo cosas que antes solía pasar por alto. Precisamente hace unos días topé con un tweet que decía que «los libros se han de leer dos veces. La primera vez leemos con el hemisferio derecho, la segunda con el izquierdo». Al margen de la cientificidad de la afirmación —lo desconozco—, es evidente que una misma historia se lee de maneras muy diferentes la primera vez y la segunda, especialmente si el período de tiempo entre ambas es largo.

Un lugar tan hermoso de Fabrizio Rondolino me había dejado nostálgica de historias de amor genuino narradas de forma tan tierna y sensible. Me parecía natural rememorar entonces Blanca como la nieve roja como la sangre, una novela que me había marcado en la adolescencia y de la que guardaba excelentes recuerdos, especialmente de su protagonista, Leo.
Entre mensajes de móvil, deberes, pósters, canciones, partidos, motos, miradas y sonrisas se encuentra Leo, un joven inmerso en el torbellino de la adolescencia. Una etapa de profesores insoportables, padres que no entienden nada, apuestas con compañeros de instituto, victorias memorables y derrotas imposibles, amigos inseparables y amigas como hermanas, cartas por leer, mensajes por enviar y amores que no se olvidarán jamás. Un universo en clave en el que irrumpe un nuevo profesor, un verdadero soñador, que pone a prueba a sus alumnos y los obliga a plantearse preguntas acerca de la vida y de sus propios sueños. Unas cuestiones que a Leo le cuesta responder, pero que le acercan poco a poco al incomprensible y lejano mundo de los adultos. Además, Leo tiene un enemigo al que teme: el color blanco. Porque para Leo todas las emociones tienen un color, y el blanco es la ausencia, la soledad y la pérdida. El azul es el color de la amistad y el de los ojos de Silvia, su mejor amiga: leal, serena y su apoyo constante. El rojo, en cambio, es el color del amor, de la pasión, de la sangre; rojo es el color de los cabellos de Beatrice. Porque Leo ahora ya tiene un sueño, y se llama Beatrice, aunque ella todavía no lo sabe.
Parece lógico pensar que, a medida que crecemos, debamos enfrentarnos a lecturas cada vez más adultas e ir dejando atrás los cuentos, las novelas fantásticas y de adolescentes que avivaban nuestra imaginación cuando éramos más jóvenes; y, sin embargo, siento que no debemos dejar de releer de vez en cuando esas historias para recordar que nosotros también fuimos esos adolescentes, sentimos como esos adolescentes... Y seguimos, a veces, comportándonos como tales. Olvidarnos de esa etapa —la ira, la confusión, la vergüenza, la incomprensión...— hace que juzguemos luego con más dureza a los que todavía se encuentran en el tránsito del País de Nunca Jamás al País de las Lágrimas*.

Blanca como la nieve roja como la sangre es una novela preciosa, narrada de un modo tan cómico como entrañable. Sorprende la profundidad de los pensamientos de Leo, su capacidad de reflexión a una edad —dieciséis años— que solemos considerar arrogante, conflictiva, salvaje e irrespetuosa; cualidades que, en ocasiones, deja entrever el comportamiento de Leo, pero que en ningún caso son incompatibles con la lucidez. Nuevamente se pone de manifiesto el papel fundamental de los profesores en la educación de los jóvenes y en la diferencia radical que marca el hecho de que un maestro sea un apasionado de su trabajo. La vocación de un profesor puede ser el salvavidas de un adolescente desencantado con el instituto y con su vida en general.

Las reflexiones de Leo sobre los adultos no tienen desperdicio. Ahora que lo pienso, me recuerdan bastante a un verso de un rapero con el que no comulgo en absoluto pero que expresa muy bien lo que quiero decir: «A veces parezco frío como la tundra, pero tengo selvas de emociones presionándome para que me hunda» (Pablo Hasél). Y es que, especialmente en la adolescencia, tendemos a encerrarnos en nosotros mismos, en no desvelar nuestros miedos, preocupaciones, complejos, problemas... A nuestros padres; y puede parecer entonces que estamos bien, que no nos ocurre nada, pero lo cierto es que en nuestro interior hay un volcán en erupción constante que nos quema por dentro y puede estallar en cualquier momento.
En mi interior hay alguien que solo está esperando eso, alguien que quiere salir, pero que permanece agazapado, se defiende y tiene miedo de mostrarse tal y como es, pues si sale expondría al otro de pelo desgreñado y mirada de listo, y lo expondría con bastante agua y sal en forma de lágrimas.
Y luego está el personaje de Beatrice. No recuerdo que sufriera tanto con ella las primeras veces que leí Blanca como la nieve roja como la sangre. Quizá entonces no era tan consciente de su dolor o empatizaba menos, tan centrada como estaría yo en mis propios problemas durante esa época. Pero en esta tercera lectura he podido sentir su agonía y la inevitabilidad de su resignación; he sufrido con ella en determinados momentos porque me he puesto en su lugar y he comprendido el dolor: el dolor de ver desvanecerse los sueños que han poblado tu imaginación día tras día, de tener que despedirte de ellos antes de poder empezar a cumplirlos siquiera...

Ésta debería ser una lectura imprescindible en los institutos. Es tan humana y refleja tan bien la confusión y desánimo de los adolescentes que no se sienten atraídos por nada hasta que alguien —el profesor— siembra la semilla de una pasión en sus corazones, que alumnos y maestros deberían leerla. Es realmente constructiva y todo un ejercicio de empatía. Así que, al igual que el Soñador, doy gracias a Leo por su compañía en los últimos días y por lo que me ha regalado con cada uno de sus pensamientos.
Y la vida es lo único que no se engaña, siempre que tú, corazón, tengas el valor de aceptarla... 
P.D.: en la reseña anterior había mencionado a Alessandro D'Avenia, autor de Blanca como la nieve roja como la sangre, y a Susana Tamaro, autora de Donde el corazón te lleve. Simplemente quería añadir que me sorprendió muy gratamente encontrar a esta última entre las personas a las que D'Avenia dedicaba sus agradecimientos.

*.- El País de Nunca Jamás del clásico de James Barry, Peter Pan, entendido como la infancia, puesto que es un lugar en el que nadie crece y la diversión es permanente, y el País de las Lágrimas es como llamaba Antoine de Saint-Exupéry a la edad adulta en su obra El Principito

Come sin prisas. 
Viaja todo cuanto puedas. 
Y lee... Lee muchísimo.

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