Todo fluye, Vasili Grossman

Leer a los autores rusos es como regresar a casa: basta con sus primeras palabras para sentirme de vuelta otra vez a ese inconfundible estilo narrativo suyo, tan familiar, tan profundo, tan poético; el mismo que hizo mis delicias en Dr. Zhivago (Borís Pasternak) y al que seguí acudiendo de la mano de Tolstói, Grossman, Dombrovski, Bulgákov... 
Stalin ya no está entre los vivos. En 1954, después de tres décadas preso en campos penitenciarios, Iván Grigórievich regresa a Moscú para comprobar que la vida allí ha seguido sin él. Desde el desangelado reencuentro, cargado de contención y culpa, con su primo Nikolái, un científico que siempre se ha mantenido fiel al Partido, o el paseo por el lugar donde vivía la mujer a la que amaba, Iván toma conciencia de la magnitud de la tragedia: la libertad no sólo ha sido asesinada en la política, sino también en la agricultura, en la filosofía y, sobre todo, en el alma de los rusos. A través de la voz del protagonista, Vasili Grossman se adentra en uno de los períodos más oscuros y trágicos del siglo XX, una época que empieza con Lenin, sigue con Stalin y termina en ese destino que nace de los huesos de una generación perdida. Una novela excepcional que además de retratar las miserias de la condición humana, es un grito contra el sinsentido de los totalitarismos y la afirmación de que la libertad es el bien más preciado del hombre. 
Hice mi primera incursión en la literatura de Vasili Grossman hace un par de años, cuando elegí Vida y destino como compañero de viaje en mis idas y venidas en tren por aquel entonces. Fue una novela inmensa: asombrosamente compleja por momentos debido a la ingente sucesión de personajes, lugares y acontecimientos narrados, pero también de una lucidez y amplitud de miras apabullantes. Francamente, no encuentro mejores palabras para describir el valor de esas miles de páginas que las expresadas por su traductora, Marta Rebón, en este artículo. Por cierto: es precisamente ella quien vuelve a traducir esta obra de Vasili Grossman que lleva por título una de las máximas de Heráclito. A estas alturas, el nombre de Marta Rebón es para mí un sello de calidad en la traducción de autores rusos.

«Todo fluye, nada permanece». Grossman recurre a la filosofía del Oscuro de Éfeso para explicar la estupefacción y resignación con las que Iván Grigórievich contempla y asume la mella, igualmente sombría e inquietante, que han hecho en su ciudad los años transcurridos desde su encarcelamiento. Él, para quien la vida se había detenido en los campos, regresa a Moscú para darse cuenta de que el tiempo, pasado e irrecuperable, nunca había dejado de correr.
Y el hombre, que durante tres largas décadas no se había acordado ni una vez de que en el mundo existían lilas, pensamientos, senderos de jardín espolvoreados de arena, carritos de vendedores de agua con gas, emitió un suspiro pesado al comprobar de nuevo una vez más que la vida, sin él, había continuado, había seguido su curso.  
Porque Todo fluye es la melancolía hecha novela. Es la tristeza y se acabó*. Es el torrente de preguntas y reflexiones que asolan a un hombre mientras recorre las calles habituales de su infancia y de su juventud, allí donde creció, estudió y amó; las mismas que ahora permanecen silenciosas, grises, repletas de viandantes con rostro hermético, huérfanos de la libertad que el Estado les arrebató. El verdadero paseo lo da Vasili Grossman por todos aquellos acontecimientos para los que no hay ninguna explicación, y por eso esta obra, aunque preciosa, es demoledoramente triste.

Hay un personaje de la novela que, tras rememorar su pasado como contable en un koljós y narrar el inhumano proceso de deskulakización, se pregunta: «¿Dónde fue a parar esa vida? ¿Dónde están aquellos sufrimientos horribles? ¿Es posible que no haya quedado nada? ¿Es posible que nadie responda por todo aquello? ¿Que todo se olvide, sin una palabra? La hierba lo cubrirá todo». Hoy por hoy, cuando pienso en la ignorancia que gobierna a tantos individuos, en la injusticia que revela el masivo desconocimiento de lo que aconteció en la Unión Soviética y de los horrores padecidos por sus habitantes; cuando escucho a aquellas personas que, aún sabiéndolo, consideran que fue legítimo y continúan abanderando la lucha por esa causa... Entonces no puedo sino compadecerme de ese personaje, que es la voz trémula de todas esas víctimas, y siento rabia, frustración y vergüenza.
Antes creía que la libertad era la libertad de palabra, de prensa, de conciencia. Pero la libertad se extiende a la vida de todos los hombres. La libertad es el derecho a sembrar lo que uno quiera, a confeccionar zapatos y abrigos, a hacer pan con el grano que uno ha sembrado, y a venderlo, lo que uno quiera. Y tanto si uno es cerrajero como fundidor de acero o artista, la libertad es el derecho a vivir y trabajar como uno prefiera y no como le ordenen.
Como viene siendo habitual en las novelas de Vassili Grossman, algunos capítulos son auténticas disertaciones sobre cuestiones morales y filosóficas como la inocencia y la culpabilidad, el amor y lealtad incondicionales hacia un proyecto en el que se cree sinceramente ―es magnífica, tanto como descorazonadora, esa metáfora del autor sobre el perro y su amo― o la milenaria naturaleza esclava de Rusia. En otros capítulos, Grossman se dedica a diseccionar al detalle, con la precisión de un bisturí, la inquietante personalidad de Lenin; también describe, por boca de otros personajes, la mecánica trituradora del sistema construido a imagen y semejanza de Stalin. El que sigue a continuación es uno de los fragmentos reflexivos más brillantes que he leído nunca, y que condensa buena parte del sentido de Todo fluye:
¿Acaso es la naturaleza humana la que engendra delatores, informadores, espías, confidentes? ¿Acaso los engendran las glándulas de secreción interna, la papilla que chapotea en el intestino, el estruendo de los gases gástricos, las mucosas, la actividad de los riñones? ¿O bien nacen del instinto de conservación, de alimentación o de reproducción, de los instintos ciegos y sin olfato?
¿Y acaso no da lo mismo que los delatores sean culpables o no?
Culpables o inocentes, lo repugnante es que existan.
Repugnante es el lado animal, vegetal, mineral, físico-químico del hombre. Es precisamente aquella parte mucosa y peluda del ser humano la que produce confidentes. Los confidentes nacen del hombre. El ardiente vapor del terror estatal ha humedecido al género humano, y los granitos que dormitaban se han inflado, han germinado. El Estado es la tierra. Si en la tierra no se escondiesen los granos, no crecería ni el trigo ni la mala hierba. El hombre no debe más que a sí mismo la abyección humana.
Pero ¿saben qué es lo más repugnante en los confidentes y en los delatores? Lo que hay de malo en ello, pensaréis.
¡No! Lo más terrible en ellos son sus cosas buenas; lo más triste es que están llenos de cualidades y virtudes.
Son hijos, padres, maridos amantes, cariñosos... Son gente capaz de hacer el bien, de tener éxito en el trabajo.
Aman la ciencia, la gran literatura rusa, la música hermosa, algunos de ellos expresan con inteligencia y valentía su juicio sobre los más complicados fenómenos de la filosofía moderna, el arte... Y entre ellos se encuentran excelentes, fieles amigos. ¡Qué conmovedor es verlos ir a visitar al compañero que está en el hospital!
Cuántos soldados pacientes e intrépidos hay entre ellos, dispuestos a compartir con el compañero el último trozo de pan seco, el último pellizco de majorka, dispuesto a sacar en brazos al combatiente que se desangra.
Cuántos poetas, músicos, físicos, médicos de talento hay entre ellos, qué hábiles carpinteros, mecánicos, de esos que el pueblo dice con admiración: tienen las manos de oro.
Eso es precisamente lo terrible: hay muchas, muchas cosas buenas en ellos, en su esencia humana.
¿A quién juzgar? ¡A la naturaleza del hombre! Ella, ella es la que engendra montañas de mentiras, vilezas, cobardías, debilidades. Pero es también ella la que genera cosas bellas, buenas y puras.
Los confidentes y delatores son hombres llenos de virtudes, dejadlos volver a sus casas; pero hasta qué punto son infames, infames pese a todas sus virtudes, pese a la absolución de todos sus pecados... ¿Quién fue el que inventó aquel mal chiste que dice: «Hombre, tu nombre es orgullo»?
Sí, sí. Ellos no son culpables. Fuerzas de plomo, oscuras, los empujaron, millones de toneladas pesaban sobre ellos. No hay inocentes entre los vivos, todos son culpables: tú, el acusado, tú el fiscal, y yo, que estoy pensando en el acusado, en el fiscal y en el juez.
Pero ¿por qué sufrimos tanto, por qué nos avergonzamos tanto de la depravación humana?
.
Uno difícilmente puede replicar algo ante tales verdades. El sentimiento mayoritario que me suscitaban estas páginas era el de aflicción: aflicción por el destino trágico de Rusia, a cuya historia quedará eternamente ligado, como bien apunta el autor, el nombre de Stalin y cuyo legado envenenado continuará intoxicando, por mucho tiempo, la vida de sus ciudadanos.

El desenlace del libro es toda una oda a aquella otra máxima de Heráclito: «No te bañarás dos veces en el mismo río». Iván Grigórievich regresa a la casa de su padre en la costa; el mar, su ilusoria imagen de libertad, acompaña al protagonista en sus últimas reflexiones ―«¿Acaso esa gente quería que él, viejo, solo, sin amor, volviese a su casa abandonada? Esos hombres no deseaban el mal a nadie, pero habían hecho el mal durante toda su vida (...) ¿Por qué había sido tan dura su vida?»― antes de comprobar que el lugar es el mismo, pero todo ha cambiado. Escenas de su infancia se superponen sobre el verdadero panorama; juega con la idea de la inmutabilidad de las cosas, pero pronto ese anhelo se esfuma. La novela acaba y yo no puedo evitar sentirme miserable. Es tristísima, y muy dura. Pero es necesaria.
Vivir significa ser un hombre libre. No todo lo real es racional. Todo lo que es inhumano es absurdo e inútil.
*.- No y yo, Delphine de Vigan.

Come sin prisas. 
Viaja todo cuanto puedas. 
Y lee... Lee muchísimo.


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