Mea Cuba, Guillermo Cabrera Infante
Pocas semanas después de regresar de Cuba, mi padre dejó caer pesadamente este libro sobre mi mesa al tiempo que afirmaba entusiasmado: «Éste es de los grandes». El título captó inmediatamente mi atención por el evidente juego de palabras con el latinismo mea culpa —«No creo hacer una revelación inesperada si digo que el título viene de Cuba y Mea culpa. Cuba es, por supuesto, mea maxima culpa. Pero, ¿qué culpa? (...)»—, lo que se me antojó una poderosa declaración de intenciones. Además, mi curiosidad por el país había ido in crescendo desde nuestro regreso, como también mi consciencia sobre cuánto ignoraba de él, así que el libro fue recibido con los brazos abiertos desde el primer instante.
«Pero, ¿qué culpa?»
Ante semejante panorama, Cabrera Infante aborda en repetidas ocasiones la disyuntiva de la locura o el exilio, y esta segunda opción es el tema más recurrente en los escritos que aquí compila el autor. No me refiero sólo al exilio físico o geográfico, sino también al social, ese ostracismo o muerte en vida al que fueron condenados autores como Virgilio Piñera, Heberto Padilla y José Lezama Lima; todos ellos, señalados más por su orientación sexual que por la de sus ideas.
Y es que, a través del exilio, la censura política y la persecución, Cabrera Infante hace todo un repaso de los grandes intelectuales cubanos de su tiempo; no sólo para ensalzar u homenajear su figura sino también como denuncia de los crímenes del régimen castrista. En este sentido, aunque sin perder nunca la acidez ni mordacidad del discurso, el tono de Cabrera es iracundo, rabioso y reivindicativo; tanto peor cuanta más admiración y simpatías ha despertado la Revolución cubana en el mundo —ahí está la mitificación del Che Guevara y todo el despliegue de merchandising en torno a su persona—. Es por ello que el autor insiste en perturbar la visión de sus amigos, aquellos que «de tanto cazar arcoíris en el horizonte político, han quedado incurablemente cegados por el espectro del rojo». Y eso es exactamente lo que consigue Mea Cuba; por eso es tan incómodo: molestar los sueños.
Este libro recoge los ensayos y artículos de Guillermo Cabrera Infante publicados durante su exilio; y, a través de un lenguaje tan ingenioso como implacable, desmonta los mitos propagados por el régimen —«Aunque el programa educativo fuese un éxito, que no lo es, ¿de qué sirve enseñar el alfabeto a millones cuando un solo hombre decide lo que se va a leer, en Prusia como en Rusia? O en Cuba.»—, como también nos introduce a una serie de intelectuales fascinantes, tanto en talento como en personalidad, cuyo eco en nuestra cultura se ha visto silenciado por las circunstancias. Pero es cuestión de tiempo que encuentren su espacio en nuestras librerías y escuelas, como también lo hará el relato de las atrocidades cometidas en la isla —«que se podría llamar la Infortunada»— en nombre de la Revolución y la libertad. Tarde o temprano, la gente sabrá de las UMAP, de las torturas padecidas por los presos políticos, de la homofobia institucionalizada y de otros múltiples abusos perpetrados por Castro. La Historia, finalmente, no lo absolverá.
«Pero, ¿qué culpa?»
Mea Cuba, crónica de una pasión que el exilio convirtió en agonía, es, tal vez, la obra más personal de Guillermo Cabrera infante, uno de los mayores escritores americanos de este siglo.En efecto: Guillermo Cabrera Infante no hace sino descubrirnos la cara más amarga de su país, ése que desde hace unos meses también siento como mío y me sigue doliendo cada vez que pienso en el devenir de mis tíos, mis abuelos y todos los cubanos que se quedaron allí. Un devenir marcado por la escasez de alimentos, la falta de infraestructuras en buenas condiciones, la precariedad económica y la privación de libertades; todas ellas, consecuencias sobra conocidas de los regímenes que obedecen a la arbitrariedad de un solo tirano.
Guillermo Cabrera Infante no ha dejado de intervenir, a lo largo de un exilio que comenzó en 1956, en ninguna de las diversas polémicas suscitadas por "la aberración histórica" que aflige a su país desde que Fidel Castro se hizo con el poder. De ahí que en este amplio escenario desfilen los principales personajes de la tragedia cubana, y también los de su vida literaria.
Aquí están todos los escritores estigmatizados, de Heberto Padilla al difunto Reynaldo Arenas; aquí están, también, todos los que por unas razones y otras, con unas y otras actitudes se quedaron en Cuba, desde José Lezama Lima hasta Alejo Carpentier. Y detrás de todos los actores, moviendo los hilos, el máximo titiritero Fidel Castro, definido como un Cristóbal Colón a la inversa: la isla navega ahora hacia el naufragio.
Este es un libro de humor, negro en muchos momentos, que relata con detalle la historia que tantas veces se ha repetido a lo largo del siglo XX: la de una dictadura que amordaza, reprime, miente y mata, y la de los talentos por ella condenados en una guerra de propaganda que todavía hoy no ha terminado.
Desde que se publicaron los textos políticos de José Martí, a principios de siglo, no ha habido una compilación de escritos sobre la política cubana tan importante como Mea Cuba, y no sólo para los cubanos, sino, también para todo el que esté interesado por una de las claves de la historia universal de este siglo: la persecución intelectual.
Ante semejante panorama, Cabrera Infante aborda en repetidas ocasiones la disyuntiva de la locura o el exilio, y esta segunda opción es el tema más recurrente en los escritos que aquí compila el autor. No me refiero sólo al exilio físico o geográfico, sino también al social, ese ostracismo o muerte en vida al que fueron condenados autores como Virgilio Piñera, Heberto Padilla y José Lezama Lima; todos ellos, señalados más por su orientación sexual que por la de sus ideas.
Y es que, a través del exilio, la censura política y la persecución, Cabrera Infante hace todo un repaso de los grandes intelectuales cubanos de su tiempo; no sólo para ensalzar u homenajear su figura sino también como denuncia de los crímenes del régimen castrista. En este sentido, aunque sin perder nunca la acidez ni mordacidad del discurso, el tono de Cabrera es iracundo, rabioso y reivindicativo; tanto peor cuanta más admiración y simpatías ha despertado la Revolución cubana en el mundo —ahí está la mitificación del Che Guevara y todo el despliegue de merchandising en torno a su persona—. Es por ello que el autor insiste en perturbar la visión de sus amigos, aquellos que «de tanto cazar arcoíris en el horizonte político, han quedado incurablemente cegados por el espectro del rojo». Y eso es exactamente lo que consigue Mea Cuba; por eso es tan incómodo: molestar los sueños.
No puedo hacer otra cosa. Diría estas verdades aun si todos mis amigos se llamaran Platón. (...) Esos que dicen o repiten que los USA son los nazis de esta época. Esos que siempre encuentran excusas para encubrir los crímenes «de izquierda» con la etiqueta de «errores inevitables en el proceso de construcción de la nueva blablabla y bla». Esos inagotables peregrinos que acabado el mito soviético, inventaron a China con mil flores (pronto marchitas), surgido el fantasma amarillo y racista de Mao, buscaron su último refugio bajo las barbas paranoicas de Fidel Castro, esos seguidores del simur que huyen de la verdad. Esa verdad que demuestra a cada rato —terca, palpable pero inútilmente para ellos— que el comunismo es el fascismo del pobre.Pero hay una injusticia histórica —otra de tantas— todavía más desalentadora. En marzo de 1990, Cabrera Infante escribió:
No soy adivino pero puedo decir de seguro que el futuro de Cuba no tendrá lugar para Fidel Castro —excepto, claro, como último reposo. Para Castro o para su hermano Raúl, segundo en el mando, o para su cuñada Vilma Espín de Castro, mujer de Raúl, tercera en la jerarquía, o para su hermano Ramón, el mayor, o para el joven Fidelito, hijo de Fidel, que es el jefe del programa de energía atómica o como se llame lo que sea. Estoy convencido que la maldita tribu y sus diatribas no tendrán lugar en Cuba el día de mañana —o de pasado mañana. No sé si el final será sangriento como el de Ceasescu o de refugiado en un búnker como Hitler o colgado por los pies, sin ceremonias, como Mussolini. De lo que estoy seguro es de que Fidel Castro, al revés de Stalin o de Mao, no morirá en la cama. A no ser que sea ese lecho de Procusto llamado historia, donde si no cabes te cortan la cabeza. O tal vez tenga, como Custer, un final con flechas y muera con las botas puestas «en la tarde última».Dentro de un mes aproximadamente se cumplirá un año desde la muerte del dictador cubano y es triste comprobar que el vaticinio del autor era equivocado: Fidel Castro sí murió en la cama. Lo devoró el cáncer, es cierto, pero murió en su lecho, junto a los suyos, tras una cuasi centenaria vida en que no pagó por ni uno solo de sus crímenes. «Hay un chiste popular cubano», cuenta Cabrera, «que quizá sea una sabiduría de nación. Vd. sabe que Fidel Castro dijo: "La Historia me absolverá." En este cuento, el pueblo le responde: "Sí, pero la geografía te condena"».
Este libro recoge los ensayos y artículos de Guillermo Cabrera Infante publicados durante su exilio; y, a través de un lenguaje tan ingenioso como implacable, desmonta los mitos propagados por el régimen —«Aunque el programa educativo fuese un éxito, que no lo es, ¿de qué sirve enseñar el alfabeto a millones cuando un solo hombre decide lo que se va a leer, en Prusia como en Rusia? O en Cuba.»—, como también nos introduce a una serie de intelectuales fascinantes, tanto en talento como en personalidad, cuyo eco en nuestra cultura se ha visto silenciado por las circunstancias. Pero es cuestión de tiempo que encuentren su espacio en nuestras librerías y escuelas, como también lo hará el relato de las atrocidades cometidas en la isla —«que se podría llamar la Infortunada»— en nombre de la Revolución y la libertad. Tarde o temprano, la gente sabrá de las UMAP, de las torturas padecidas por los presos políticos, de la homofobia institucionalizada y de otros múltiples abusos perpetrados por Castro. La Historia, finalmente, no lo absolverá.
El infierno político se halla empedrado de ignorancias extrañas. El Holocausto llegó a conocerse en su totalidad únicamente después de la Segunda Guerra. Los gulags no salieron a la luz pública hasta la muerte de Stalin. Y las atrocidades de Castro, no todas literarias, sólo se sabrán una vez que haya desaparecido, cuando ocurra —si es que ocurre. Será entonces que la ingente gente, no solamente en España sino en todas partes, de izquierdas como de derechas, conocerá la esencia verdadera del régimen liderado por un hombre de astucia y engaño infinitos, afectado de un egotismo odioso: el doble barbudo y blanco de Amín.Mientras tanto, hasta que ese momento llegue, Mea Cuba es el mejor remedio para combatir la ignorancia acerca de la realidad cubana y, en general, de cualquier totalitarismo, pues «todos los tiranos son el mismo tirano aunque no parezcan iguales». La ignorancia, ya se sabe, es la causa de muchos males —más que la estupidez, más que la maldad—; y, aunque sea lo más cómodo que conozco después del sofá del salón de mi casa *, agradezco que haya libros capaces de hacer que se tambaleen mis sueños. Pero, sobre todo, agradezco a mi padre que lo haya puesto sobre mi mesa.
Come sin prisas.
Viaja todo cuanto puedas.
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