El arte de la fragilidad: Cómo la poesía te puede salvar la vida, Alessandro D'Avenia

Querido Alessandro:

Sucedió hace dos semanas.Yo me hallaba sentada junto a la ventana en un vagón del tren, rumbo a Barcelona, y en aquel momento parecieron confluir todos los elementos que más detesto cuando trato de amenizar los viajes largos con una lectura —cómo había estado esperando que llegara ese momento de tranquilidad, íntimo y personal, los días anteriores—: delante de mí, el mismo niño —gorra de rapero, tablet en mano y auriculares cuya función no lograba dilucidar dado el altísimo volumen con que veía sus videoclips en YouTube— que había alegado sentarse en el lugar que me correspondía para estar junto a su madre, se repantigaba en el asiento y clavaba la vista, indiferente, en la pantalla. Su hermano pequeño, de apenas unos pocos años de edad, permanecía tumbado entre él y la madre mientras miraba absorto los dibujos que ésta le obligaba a consumir desde su teléfono móvil para que se tranquilizara —aquí prescindieron de auriculares; la voz estridente de Peppa Pig resonaba en todo el vagón—. Digo le obligaba porque el pequeño se revolvía, lloraba y gritaba constantemente que no quería ver esos dibujos, pataleaba en el asiento y ella no hacía más que insertarle un chupete en la boca y ofrecerle continuamente el móvil con la dichosa Peppa Pig. 

En ese instante, incapaz ya de concentrarme en mi lectura —una bastante ardua que me exigía la máxima concentración y esfuerzo—, pensaba en lo triste de la escena que tenía lugar frente a mí; sentí incluso la tentación de espetarle a aquella mujer que su niño estaba aburrido de ver dibujos animados —cosa que, por otro lado, yo agradecía por lo molesto del sonido—, que en lugar de tratar de acallarle con esa caja tonta en miniatura, podría quizá dedicarse a hablar con el niño, señalarle el precioso paisaje costero que discurría ante nosotros, estimular su cabecita con su propia voz y palabras. Quizá esa atención era lo que demandaba el pequeño, pensé. 

Toda la situación, de la que me sentía atónita espectadora, me llevó a preguntarme si aquello no sería producto del karma y pasé el resto del viaje sumida en reflexiones sobre mi propia vida, sobre la felicidad y el sufrimiento. No me sentía bien. Y, es curioso, pero de esto precisamente hablas en tu último libro. 

Aquella noche deambulé por el Paseo de Gracia, por el distrito antiguo, las Ramblas… Adoro Barcelona y perderme entre sus calles; siempre que regreso, la siento como mi ciudad. Aproveché para entrar rápidamente en el Fnac de Plaza de Cataluña y echar una mirada furtiva a la sección de libros. Ésta me recibió de golpe con varios ejemplares de El arte de la fragilidad dispuestos ordenadamente en la estantería de Novedades. Casualmente había leído un par de días antes esta entrevista que te hicieron —tú ya me habías conquistado años atrás con Blanca como la nieve, roja como la sangre y me bastó con hojearlo brevemente para convencerme de dos cosas: a) Mi lectura ya comenzada de Notre-Dame de París podía esperar y b) No podía ser casual que me topara con aquella cubierta tras un día como ése. De algún modo, sentí que me estaba llamando... Exactamente igual a como hicieras siete años antes, cuando Blanca como la nieve, roja como la sangre se convirtió en un inesperado bálsamo para mi herida más sangrante de entonces. De aquella época conservo, grabadas a fuego en mi memoria, las palabras que supusieron la constatación del final de una amistad y de un momento vital:
―Quiero olvidarte cuanto antes.
Lo repito entre lágrimas. Y aquel algo que hace unas noches se arrinconó en mi corazón se seca y se vuelve un grano de sal, que sale mezclado con las lágrimas, deshecho y perdido para siempre.
Estoy cansado de que me traicionen.

(...)
Mi madre es la única mujer que me queda.
La única piel que me queda.

Blanca como la nieve, roja como la sangre
Alessandro D'Avenia
Varios años después, te has propuesto salvarme una segunda vez ―«pues para eso sirven los amigos», añadirías. Raro es el lector que, tras hurgar profundamente en la carne del escritor y encontrar en ella las propias heridas, no experimenta un extraño pero reconfortante vínculo de amistad con el autor―; en esta ocasión, a través de una delicada ―como todas las cosas bellas― reflexión sobre los arrebatamientos que, sin privarnos del sufrimiento, pueden proporcionarnos paz y felicidad:
Vivimos en una época en la que parece que solo tenemos derecho a vivir si somos perfectos. Cualquier defecto, cualquier debilidad, cualquier fragilidad parecen prohibidos. Pero hay una forma de salvarse y consiste en construir otra tierra, una tierra fertilísima, la de aquellos que saben ser frágiles.
Esos «arrebatamientos», como los llamas tú, constituyen el eje que vertebra el contenido del libro, escrito en forma de cartas a Giacomo Leopardi, uno de los grandes poetas italianos del Romanticismo entre los siglos XVIII y XIX. Insistes en que es clave descubrir algo que nos «arrebate» o nos sobrecoja ―un proyecto, una persona, una obra...― y actúe como motor de nuestra vida, impulsándonos siempre hacia algo más elevado que nosotros mismos, aunque nos inflija dolor por el camino. Y es que ambos sentimientos ―felicidad y sufrimiento― no son contrarios que se repelen sino coexistentes: es posible sentir la primera a pesar del segundo, y viceversa. No puedo por menos que estar absolutamente de acuerdo con esta idea y me maravilla que lo hayas abordado de una forma tan hermosa en tu libro.

Hay un aspecto muy especial que tengo en común contigo y es que ambos fuimos arrebatados ―y, por ende, salvados― con 17 años por un autor. En tu caso se trató de Giacomo Leopardi; en el mío, de Friedrich Nietzsche, contemporáneo al primero. Entiendo perfectamente las sensaciones que describes para con el poeta italiano porque a mí me sucedió lo mismo con el filósofo alemán: de repente, sentí que toda mi vida cobraba sentido y podía verlo con meridiana claridad. Así que era eso, pensaba. Infinitas preguntas hallaban al fin su respuesta. No me dio paz, pero sí fuerza ―por cierto: Nietzsche, como Leopardi, jamás fue correspondido. Será cierto aquello que pensaba el poeta italiano acerca de la vitalidad como causa de desventura....
Tenías dos caras, no una, Giacomo. Por un lado, eras el joven serio que estudia, fija la mirada, presta atención a todo y arde con la precisa exactitud de la mente, con toda la melancolía que ello conlleva: la soledad del gorrión solitario, del pastor errante y del islandés que viaja hacia el misterio último de la tierra. Por el otro, el niño lleno de alegría, lanzado hacia el infinito, sediento de gozo y lleno del mismo y jubiloso deseo de vida que tienen la zagalilla, el zagal, la adolescente Silvia.
Cuál es mi sorpresa también al descubrir que recurres a Vasili Grossman y su Vida y destino para hablar de la amistad, «esta amistad que te salva del abismo, que esta junto a ti cuando lloras, que lee las pequeñas señales de tu rostro y que, aunque no pueda llegar hasta el núcleo de tu oscuridad, puede hacer que nos sintamos acompañados en este viaje a través de la noche interior». Yo también conservo el capítulo entero que el escritor ruso dedicó a reflexionar sobre ese otro tipo de amor en su novela más inmensa.

Sin embargo, Alessandro, tengo la impresión de que tu libro no puede leerlo cualquiera; o, rectifico, no cualquiera puede alcanzar a comprender la profundidad de tus palabras. Verás, pienso que para apreciar la verdad de la que hablas, uno tiene que haber atravesado ciertas etapas, sufrido la soledad y la desorientación del confuso caminante que avanza a tientas en la noche. Pero creo que la gran mayoría de las personas vive tratando de huir de la soledad; y, quien no, se encuentra hoy rodeado de numerosas distracciones que le impiden alcanzar tal estado. Sólo quien ha cultivado «esos cuartos de hora de profundísima inmersión en sí y en la naturaleza», habló el solitario* Nietzsche, podría sentir, cuando te lee, que
(...) regresa esa mezcla de dolor y resolución, conmoción de la vista y del corazón, porque yo sé cuánta vida herida se precisa para escribir determinadas palabras, porque sé que no estoy solo en mi fragilidad. Yo también, igual que tú, oscilaba, incierto, entre el deseo del corazón de tener alas para huir, haciendo hipótesis sobre felicidades infinitas e imaginarias (...) y la aceptación racional de que el dolor no se puede eliminar porque es parte integrante y vital de la vida misma (...)
Querría transcribir aquí muchísimas de tus palabras, pero es difícil resaltar unas sobre otras porque todas las páginas contienen una frase o un fragmento digno de ser reproducido en esta entrada. En su lugar, espero haber logrado transmitir aunque sea un mínimo atisbo de la sorpresa y la gratitud que he experimentado al releerte. Tú dices que «para comprender cómo son las cosas de este mundo, es preciso morir al menos dos veces»; y, es curioso, tus palabras no han hecho sino aumentar en mí la sensación, desde hace algún tiempo, de que estoy muy cerca de la primera. No es una sensación angustiosa; al contrario: siento que va llegando la hora de mudar de piel. Como canta David Sylvian en una canción que no dejo de escuchar últimamente: Hold me now while my old life dies tonight and I surrender...

Gracias, Alessandro, por reaparecer ante mí en el momento adecuado, por no banalizar sobre la esperanza reduciéndola a «un mero hábito de los optimistas» y prevenirme de confundir el camino de la huida con el de la búsqueda. Hoy me siento un poco más capaz de aceptar la oscuridad del subsuelo para convertirme en un bosque, el mismo bajo el que, dice Nietzsche, también brota la belleza:
Sin duda soy yo un bosque
y una noche de árboles oscuros:

sin embargo, quien no tenga miedo de mi oscuridad
encontrará también taludes de rosas
debajo de mis cipreses.
Come sin prisas. 
Viaja todo cuanto puedas. 
Y lee... Lee muchísimo.

*.- Aforismo nº 200 de El caminante y su sombra.


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