Eva, Arturo Pérez-Reverte

Marzo de 1937. Mientras la Guerra Civil sigue su trágico curso, una nueva misión lleva a Lorenzo Falcó hasta Tánger, turbulenta encrucijada de espías, tráficos ilícitos y conspiraciones, con el encargo de conseguir que el capitán de un barco cargado con oro del Banco de España cambie de bandera. Espías nacionales, republicanos y soviéticos, hombres y mujeres, se enfrentan en una guerra oscura y sucia en la que acabarán regresando peligrosos fantasmas del pasado.
No sé por qué comenzó a sonar en mi cabeza la canción de los créditos finales de Blade Runner (Scott, 1982) inmediatamente después de leer ese «Qué remedio, oye. Pónmelo de orujo» con que finaliza el epílogo de Eva. Sigue sonando, de hecho. Y en modo repetición. Quizá por el horizonte inconcluso, lejano y enigmático que se perfila en las últimas líneas y pone el broche de oro a una historia trepidante, al igual que en el filme de Scott. Lo cierto es que esta obra de Pérez-Reverte mantiene el ritmo idóneo, tan perfecto y constante que uno puede visualizar todas las escenas en su cabeza como si de una película se tratase: ágil, redonda, diálogos memorables. Y con esa misma facilidad de ensimismamiento, asistir incrédulo al epílogo como quien contempla boquiabierto el fundido repentino a negro y la aparición de los créditos mientras, tratando de ordenar todas las ideas de lo presenciado hasta el momento, espera ya impaciente a la siguiente entrega. Más o menos, en la medida en que haya sabido expresar el símil, así es como he vivido Eva, de Arturo Pérez-Reverte.

Mientras leía las últimas conversaciones de Falcó con el Almirante, no podía evitar pensar en lo bien que debió pasárselo el autor escribiendo esas líneas. Lo he imaginado riéndose a carcajadas mientras redactaba las respuestas gruñonas y cortantes —pero paternales— del segundo al primero, dando forma a una relación tan cómica como solemne entre ambos hombres. La suya es una de esas amistades —lealtades— entrañables en la literatura; y el lector, al igual que Falcó, no puede evitar que se le escape una sonrisilla aún en las conversaciones más graves con su superior. Sospecho que cuando un autor se lo pasa tan bien escribiendo su novela, el resultado nunca puede ser malo. La diversión de Pérez-Reverte durante todo el proceso de creación es evidente porque, carallo —como diría el Almirante—, qué placer de lectura.

Volvió a traerme esta segunda entrega de Falcó, como ya me sucediera con la primera, reminiscencias de mi adorada serie Kenzie & Gennaro de Dennis Lehane: la crudeza de algunos diálogos; la lucidez de los personajes, expresada por medio de sentencias memorables, en situaciones críticas; la ironía mordaz del protagonista y la implacabilidad de la mujer que lo acompaña —o lo enfrenta, según las ocasiones—. Las novelas de Pérez-Reverte, al igual que las de Lehane, son ásperas y no dan cabida al optimismo sobre la naturaleza humana, ésa que emerge a la superficie sin máscaras ni ataduras en los períodos convulsos, de auténtica dificultad. Falcó no es ni pretende ser un ejemplo moralizante, pero a menudo nos da lecciones sobre el territorio hostil en que nos movemos y la manera en que cada uno trata de sobrevivir. El mundo, nos recuerdan Pérez-Reverte y Lehane a través de sus obras, es un lugar cruel. «Cada cual hace lo que puede».

He disfrutado mucho con Eva, como no podía ser de otra manera. Los que somos lectores asiduos de sus artículos semanales y de las entrevistas que concede, podemos reconocer rápida y fácilmente la voz de Arturo Pérez-Reverte en muchos de los pasajes del libro. La palabra «ecuanimidad», que ha sido su principal reivindicación a la hora de analizar los hechos históricos, aparece varias veces a lo largo de la novela. Los diálogos entre los capitanes Quirós y Navia son una muestra intachable de ese férreo código de honor y deber, ajeno al politiqueo y a las contiendas ideológicas, tan asociado a los marineros. Algunas intervenciones de Falcó, si nos abstrayéramos de la historia que estamos leyendo, bien podrían ser extractos de alguna respuesta del propio Pérez-Reverte en cualquier entrevista. En definitiva, Eva rezuma en cada página la impronta inconfundible del escritor.

Estoy deseando tener entre mis manos una tercera aventura de Lorenzo Falcó; en la que, si no me equivoco, Arturo Pérez-Reverte ya está trabajando. Mientras tanto, habré de conformarme con mi cita semanal en Zenda, a la espera de nuevas noticias e historias que prometan fragmentos como el siguiente:
Para un marino a bordo de un barco, pensaba, lo mismo que para el soldado en la batalla o para el feligrés arrodillado ante un sacerdote, la enormidad de la propia insignificancia resultaba tan evidente que el único consuelo era imaginarse gobernados por hombres que poseían certezas en lugar de preguntas. O algo parecido. Eso explicaba que siempre hubiera alguien dispuesto a arrepentirse de sus pecados, a pelear por una bandera o a tripular un barco en su último viaje.
Come sin prisas. 
Viaja todo cuanto puedas. 
Y lee... Lee muchísimo.


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