Notre-Dame de París, Víctor Hugo

Hasta ahora, si pensaba en Notre-Dame de París, sólo lograba evocar una titánica catedral —dos torres recortadas sobre la claridad del cielo en la mañana— de la que un pobre desgraciado y jorobado hacía sonar sus campanas con fuerza a la par que entonaba canciones de lirismo desatado; tal era mi única referencia de Notre-Dame: la representación con final feliz que Disney hizo del clásico.

Hoy por hoy, mi marco de referencia sobre la catedral continúa inevitablemente ligado a ese personaje tan entrañable como digno de lástima, pero se torna mucho más sombrío y en él prevalece la palabra griega que da comienzo a la obra y actúa como presagio de todo lo que está por acontecer en ella: 'ANÁΓKH, «fatalidad».
Notre-Dame de París, uno de los grandes e indiscutibles clásicos de todos los tiempos, cuenta la historia de la gitana Esmeralda, quien en compañía de su cabra Djali toca la pandereta y baila en las calles de París para subsistir, hasta que es acusada de haber asesinado al capitán Phoebus, su amado, y condenada a la horca. Sin embargo, el jorobado Quasimodo, campanero de Notre-Dame, que tras su deformidad esconde un corazón sensible y sediento de amor, lucha por salvar a la gitana.
Esta «recreación del mito de la bella y la bestia» —que, además, he tenido el placer de disfrutar en una edición ilustrada por Benjamin Lacombe— poco se parece a la historia que permanece en el imaginario colectivo de muchos de nosotros. No estamos ante la constatación de la manida expresión «la belleza está en el interior» ni del consecuente reconocimiento de la valía y heroicidad del personaje, todo lo contrario: lo que Víctor Hugo relata aquí es la ceguera ante lo esencial, la crueldad y persecución hacia aquello que escapa a la comprensión del vulgo, la existencia de dos mundos que cohabitan en un mismo espacio: el de las personas dignas de pasearse como tales y el de los despojos humanos, que sirven de entretenimiento para las primeras. No hay cabida para el optimismo en la novela, que es una tragedia en el sentido más clásico de la palabra. El que vive como un monstruo acaba pereciendo como tal. La que fue recibida con gritos de «bruja» y «egipcia» seguirá siendo recordada como un mal que era necesario erradicar. Y el catalizador de toda esa fatalidad permanecerá en libertad el resto de sus días —aunque quiso el autor que también tuviera «su final trágico: se casó»—.

En realidad, pienso que la idea sobre la belleza que se desprende de Notre-Dame de París es más bien pesimista y se corresponde mejor con aquello que sentenció Stendhal: «La belleza es promesa de felicidad». El propio Quasimodo tiene esta certeza cuando es testigo de la desesperación que siente Esmeralda ante la visión de Phoebus, y exclama: «¡Maldición! ¡Así es como hay que ser! ¡Solo hace falta ser hermoso por fuera!». De otro modo, uno se enfrenta al rechazo y exclusión inmediatas de cualquier círculo, a las ínfimas posibilidades de éxito y reconocimiento, al eterno prejuicio. Rara vez se le conceden segundas oportunidades al que tiene la mala fortuna de nacer poco agraciado, a no ser que tope con almas buenas y nobles que sepan ver más allá de la superficie. La fealdad se convierte entonces en promesa de sufrimiento.

En este sentido, Notre-Dame de París es una desvelación continua de la cara menos benévola de la naturaleza humana, ésa que siente repulsión ante lo grotesco y retrocede ante el horror o, peor, hace burla de ello sin antes reparar en las emociones —intactas— que hay tras unas facciones desagradables. No en vano decía Nietzsche que «el espectáculo de lo grotesco lo vuelve a uno malo y feo»; y, en efecto, toda la obra representa un circo alrededor de personajes desdichados —el uno por su aspecto y la otra por sus orígenes— que no hace sino reafirmar la bondad genuina de estos últimos y la crueldad con saña de quienes se dicen tan honorables y civilizados. Los únicos monstruos que ve el lector en la novela son aquellos incapaces de reconocer la propia deformidad de su alma. 

Hay, sin embargo, un personaje tan repleto de diversos y complejos matices que, siendo no menos sombrío, no puede ser juzgado rápida ni gratuitamente. Me refiero a Claude Frollo, por supuesto. El siniestro y atormentado arcediano de Notre-Dame.
El estudiante observaba sorprendido a su hermano. No sabía él, que ponía su corazón al descubierto, que no observaba ninguna ley en el mundo salvo la buena ley natural, que dejaba fluir libremente sus pasiones y cuyo lago de las grandes emociones estaba siempre seco a fuerza de practicar todas las mañanas nuevos desaguaderos, no sabía él con qué furia ese mar de las pasiones humanas fermenta y hierve cuando se le niega toda salida, cómo se acumula, cómo crece, cómo se desborda, cómo desgarra el corazón, cómo estalla en sollozos interiores y en sordas convulsiones hasta que rompe los diques y se sale del lecho. La envoltura austera y glacial de Claude Frollo, esa fría superficie de virtud escarpada e inaccesible, había engañado siempre a Jehan. El alegre estudiante nunca se había parado a pensar en la lava hirviente, furiosa y profunda que hay bajo la frente nevada del Etna.
A Claude Frollo le sucede lo que a toda persona que se ha dedicado a velar por los demás a costa de sí mismo. Una vida de entrega y sacrificios personales no puede sino dejar vacío, exhausto, el espíritu de uno; pero los anhelos, las necesidades del alma, permanecen intactos e incluso se intensifican. Resulta difícil juzgarle por sus actos porque uno comprende que el motor de sus acciones no es otro que el sufrimiento. Odiamos a Claude, pero podemos compadecerlo. Ello no nos impide visualizar con claridad la degradación moral del personaje; cómo se desarrolla su conflicto interno, que roza el fanatismo; el monstruo, en definitiva, que surge como fruto de una larga represión autoimpuesta. Se trata de un personaje redondo, uno de los mejor esbozados que he podido palpar nunca en la lectura, y eso se debe al Libro Cuarto que compone la novela. En él, Víctor Hugo dibuja un retrato riquísimo en detalles de Claude y Quasimodo: conocemos sus orígenes, los acompañamos en su desarrollo y en la definición de sus respectivas personalidades, con sus temores e inquietudes. Sabemos de la extrema compasión del uno y de la infinita gratitud del otro —un sentimiento así sólo se paga con lealtad incondicional—; y, por primera vez, tomamos consciencia de la injusticia que cometió Disney con el arcediano al trazar una nítida línea divisoria entre el blanco y el negro, prescindiendo de todos los matices. Bien mirado, el auténtico villano de la historia —si por villano entendemos al personaje que se guía única y exclusivamente por sus propios intereses— es el capitán Phoebus de Châteaupers, que en nada se parece al héroe representado en la cinta de animación.
Hay para cada uno de nosotros ciertos paralelismos entre nuestra inteligencia, nuestras costumbres y nuestro carácter, que se desarrollan sin solución de continuidad y solo se rompen en los momentos de grandes perturbaciones en la vida.
A Claude Frollo le debemos los pasajes más intensos y desgarradores de la novela, como esa primera declaración de amor en el capítulo 4 del Libro Octavo, «Lasciate ogni speranza»; pero, sin duda, el personaje que merece toda nuestra compasión y admiración es Quasimodo. Él es muestra de que la bondad pura, noble y de corazón es patrimonio de quienes han conocido el sufrimiento y ya no desean nada para sí mismos que no sea tranquilidad... Como también lo es la pequeña Esmeralda, desafortunada víctima de «tres corazones de hombre muy distintos», título del sexto capítulo de ese mismo Libro Octavo y que es una sintética radiografía de la naturaleza de Claude, Phoebus y Quasimodo. En él, comprobamos una vez más que los verdaderos monstruos se ocultan bajo apariencia y maneras agradables, cordiales e incluso cautivadoras.

Hace un año despedía por estas fechas el 2017 con una lectura de final esperanzador. En esta ocasión, las últimas páginas de Notre-Dame de París no acompañan a la felicidad habitual de estas fiestas, pero yo sí me he sabido acompañada de personajes redondos, complejos y fascinantes con los que he disfrutado —y sufrido— muchísimo. Si bien al principio la lectura me resultó algo compleja —hasta el punto de abandonarla por otra—, al retomarla he descubierto una historia trágica y preciosa donde las haya, escrita de manera soberbia —adoro la complicidad que el autor establece con el lector mediante frases como «no veo por qué la historia no habría de transmitir a la posteridad los nombres de estas cuatro discretas y venerables señoras», entre otros muchos guiños—... Así que no me queda más que pedirle al 2018 lecturas igual de memorables.

Come sin prisas. 
Viaja todo cuanto puedas. 
Y lee... Lee muchísimo.

 

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