Patria, Fernando Aramburu

El día en que ETA anuncia el abandono de las armas, Bittori se dirige al cementerio para contarle a la tumba de su marido el Txato, asesinado por los terroristas, que ha decidido volver a la casa donde vivieron. ¿Podrá convivir con quienes la acosaron antes y después del atentado que trastocó su vida y la de su familia? ¿Podrá saber quién fue el encapuchado que un día lluvioso mató a su marido, cuando volvía de su empresa de transportes? Por más que llegue a escondidas, la presencia de Bittori alterará la falsa tranquilidad del pueblo, sobre todo de su vecina Miren, amiga íntima en otro tiempo, y madre de Joxe Mari, un terrorista encarcelado y sospechoso de los peores temores de Bittori. ¿Qué pasó entre esas dos mujeres? ¿Qué ha envenenado la vida de sus hijos y sus maridos, tan unidos en el pasado? Con sus desgarros disimulados y sus convicciones inquebrantables, con sus heridas y sus valentías, la historia incandescente de sus vidas antes y después del cráter que fue la muerte del Txato, nos habla de la imposibilidad de olvidar y de la necesidad de perdón en una comunidad rota por el fanatismo político.
No puedo sino empezar relatando una anécdota que me sucedió hace escasos días en el metro, porque en el contenido de aquella conversación casual que apenas duró unos segundos se resume el verdadero sentido de toda esta historia.

Desde que empezara a tomar habitualmente el metro, hace más de dos años, hay varios rostros que ya me resultan conocidos, pues se dedican a aprovechar sus respectivos trayectos para enfrascarse en sus propias lecturas, al igual que yo. Es una rutina placentera el hecho de cruzarme diariamente con los mismos pares de ojos clavados en un libro durante el tiempo que viajamos en el mismo vagón; no somos muchos, pero allá estamos: cada cual ubicado en un rincón, leyendo las historias que traemos entre las manos. Uno de esos rostros pertenece al de una señora que baja en la misma parada que yo; calculo que tiene entre 40 y 50 años de edad. Pelo corto y pelirrojo, piel blanca y salpicada de pequitas claras, la voz ligeramente cascada y un estilo desenfadado.

El martes pasado me senté junto a esa señora; ella leía una pequeña novela y yo, Patria. Cuando nos levantamos para bajar del metro —instante en que fantaseé de repente con la idea de un club de lectura—, me tocó el brazo y me preguntó: «¿Te está gustando?». Me tomó varios segundos reaccionar: «Sí, mucho», le dije sorprendida. «Es que lo acabé este domingo», prosiguió ella con una sonrisa. «Está muy bien porque te cuenta todos los puntos de vista... Al final, no ves ni buenos ni malos».

Yo no daba crédito: aquella mujer había dado en el clavo y expresado en pocas palabras lo que yo había estado sintiendo con el libro hasta el momento. No podía menos que asentir reiteradamente con la cabeza mientras ella hablaba, pues no tenía nada que añadir y todavía estaba recuperándome de la sorpresa inicial ante una coincidencia tan bonita provocada por la lectura. «Que te lo pases muy bien», me dijo con una sonrisa cómplice antes de bajar y perderla de vista.

En efecto: el gran mérito de Aramburu con esta novela es conseguir que empaticemos con víctimas y verdugos, hasta el punto de concluir que todos, en definitiva, son víctimas de algo: del crimen, del fanatismo político, de la injusticia social, de la incultura, de la falta de recursos, de la ignorancia... En este sentido, Patria me ha recordado vagamente a Anna Karénina de Lev N. Tolstói por la amplitud de miras con que está narrada, incluyendo a todas las voces que tienen algo que decir al respecto de la historia y consiguiendo que, al cerrar el libro, uno sólo vea seres humanos frágiles e imperfectos —fragilidades, no obstante, que costaron la vida de muchas personas inocentes y no admiten el olvido ni en modo alguno la justificación de los hechos, pero explican la cadena trágica de los mismos y ayudan a comprender la realidad—.

De entre todo el abanico de personajes desplegado a lo largo de la historia, hay dos que me han conmovido especialmente: Xabier, primogénito del Txato y Bittori, y Gorka, hermano pequeño de Joxe Mari. Admiré y compadecí a partes iguales la nobleza de carácter que impulsa al primero a rechazar toda posibilidad de ser feliz tras el asesinato de su padre, su manera de sobrellevar el dolor de la pérdida y el sentimiento de culpabilidad a través de un castigo autoimpuesto:
Le prometió amor, compañía fiel, en la hora trágica más que nunca, y le dijo con ojos empañados que:
—Yo te haré feliz, maitia, te lo juro.
—Pero es que yo no debo ser feliz.
—¿Quién te lo prohíbe?
—Me lo prohíbo yo mismo. Ahora mismo no se me ocurre un crimen más monstruoso que la pretensión de ser feliz.
... Lo que da muestras del impacto que la muerte de una sola persona tiene en las vidas de sus múltiples allegados. Si algo pone de manifiesto la novela de Aramburu es que cuando matas a alguien, no estás segando sólo su vida sino también la de sus seres queridos para siempre, y esta verdad que parece tan obvia no se hace tan palpable como cuando acompañamos a Bittori, Xabier, Nerea, Miren, Joxian, Arantxa, Gorka... A través de sus respectivos calvarios personales para salir adelante. La violenta desaparición del Txato determina el curso de la existencia de todos en la medida en que la desesperación por sobreponerse a ese pasado lleva a los personajes a tomar decisiones que conducen a su felicidad o a su desgracia.

Gorka es probablemente el único que, a pesar de todo, consigue ser feliz. Sospecho que hay mucho de Fernando Aramburu en este personaje —su sentimiento de rareza entre la gente, su aislamiento, su timidez, su vuelco pleno en la literatura tras entrar en contacto por primera vez con los libros...—, para quien la muerte del Txato acaba teniendo un efecto liberador: de su familia, de su pueblo y, sobre todo, para sí mismo. Creo que es un personaje muy hermoso; aunque, por lo general, todos los dibujados en esta novela son destacables por uno u otro rasgo: la dignidad de Bittori, la bondad del Txato, el carácter sacrificado de Xabier frente al autodestructivo de su hermana Nerea —«Ahí va la pobre, a romperse en él»—, la fortaleza de Miren, la tristeza de Joxian, la vitalidad de Arantxa, la sensibilidad de Gorka y también, por supuesto, la vulnerabilidad de Joxe Mari, ese niño grande cagado de miedo que convirtió su vergüenza en rabia.
Pero un hombre puede ser un barco. Un hombre puede ser un barco con el casco de acero. Luego pasan los años y se forman grietas. Por ellas entra el agua de la nostalgia, contaminada de soledad, y el agua de la conciencia de haberse equivocado y la de no poder poner remedio al error, y esa agua que corroe tanto, la del arrepentimiento que se siente y no se dice por miedo, por vergüenza, por no quedar mal con los compañeros. Y así el hombre, ya barco agrietado, se irá a pique en cualquier momento.  
Lo cierto es que Patria ha sido una historia muy reveladora para mí. No recordaba haber estudiado en la escuela ni en el instituto el terrorismo de ETA; si acaso de manera muy superficial, y a día de hoy no me explico como un capítulo tan mortífero y lacerante de nuestra historia continúa siendo silenciado o tratado con secretismo, con la consecuente humillación para las víctimas. Ha sido muy impactante descubrir cómo funcionaba el sistema de terror —basado en campañas de acoso, denuncias, persecuciones... Entre los propios vecinos de una comunidad— que se vivió en el País Vasco durante décadas. Nada nuevo, en realidad: son los viejos mecanismos de todo proyecto totalitario, como ya emplearan antes Stalin en Rusia o Mao en China, entre otros.

Es por ello que no sólo puedo entender, sino además considerar merecidísimos, el éxito y notoriedad que ha cosechado la novela de Aramburu en el último año: su acierto radica no tanto en el hecho de sacar a la luz lo que el miedo impidió contar entonces como en haberlo hecho de forma ecuánime, ese adjetivo que tanto le gusta a Arturo Pérez-Reverte. Y en reivindicar, una vez más —nunca suficientes en tiempos como los actuales, tan dados a fervores nacionalistas—, que la verdadera patria está, como bien señala el propio Aramburu en una entrevista concedida hoy a El País, «hecha con pedacitos de algunos países, personas a las que quiero y que me abrazan» y donde «metería mis libros y algunos paisajes en los que me gusta reflejarme. Y luego esa patria tendría las puertas abiertas para que entre quien quiera».

Come sin prisas. 
Viaja todo cuanto puedas. 
Y lee... Lee muchísimo.


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