Las hermanas Romanov, Helen Rappaport

Nunca me canso de leer y aprender sobre la Revolución Rusa; su historia me produce una fascinación inmensa desde que leyera Sashenka de Simon Sebag Montefiore, hace unos diez años; aunque creo que mi curiosidad desmedida por ese período tan oscuro como determinante en el orden mundial de las cosas podría remontarse incluso a finales de los noventa, cuando la 20th Century Fox produjo la mágica e inocente película de animación Anastasia, recreándose en el mito de la joven archiduquesa superviviente. Entonces yo apenas contaba con tres años de edad, pero el color y la riqueza de sus imágenes se me quedaron grabadas por mucho tiempo en la retina y el poder de su música envolvió mis fantasías durante mi infancia. 

Es por ello que experimenté una cálida sensación familiar cuando me topé con la cubierta de Las hermanas Romanov mientras desenvolvía mis regalos durnate la pasada Navidad. Tenía ante mí una perspectiva más de lo que fue la época zarista y posteriormente revolucionaria en Rusia, pero esta vez era diferente, pues contaba con la visión de la propia familia imperial: cómo vivieron ellos esos años turbulentos y cómo enfrentaron su destino fatal. Lo que no esperaba ni por asomo era que su lectura acabara conmoviéndome tanto.
El 17 de julio de 1918, cuatro jóvenes bajaron al sótano de una casa en Ekaterimburgo. La mayor tenía veintidós años, la menor tan solo diecisiete. Junto con sus padres y su hermano de trece años, fueron brutalmente asesinadas. Su delito: ser las hijas del último zar.
Olga, Tatiana, María y Anastasia Romanov, tal vez las jóvenes más admiradas y fotografiadas de la realeza de principios del siglo XX, objeto de todo tipo de rumores, crecieron en la opulencia, ajenas a su destino, entre juegos, coqueteos con oficiales del ejército y mascotas... hasta la Primera Guerra Mundial y la Revolución.
Pero más allá de su imagen edulcorada de niñas bonitas con vestidos blancos y grandes sombreros, ¿quiénes eran realmente las hermanas Romanov? ¿Cuáles eran sus esperanzas personales, sus sueños y aspiraciones y cómo se relacionaban entre sí y con sus padres? ¿Cómo era su vida como parte de la familia imperial? Helen Rappaport coloca a las cuatro hermanas en el centro del escenario y, basándose en sus cartas, diarios y otras fuentes primarias hasta ahora no examinadas, reconstruye la fascinante personalidad de cada una de ellas, al tiempo que traza un impresionante retrato familiar y de la Rusia prerevolucionaria.
Confieso que tras leer hoy la última página sentía unas ganas incontenibles de llorar; tales son la cercanía y la familiaridad con que llegamos a sentir a las hermanas tras recorrer sus breves vidas de la mano sensible y respetuosa de Helen Rappaport. Me sentía devastada emocionalmente ante lo que se nos revela como una ejecución cruel e innecesaria —algunos insistirán en llamarlo "ajusticiamiento", pero ni siquiera hubo juicio: obedeció a una orden arbitraria—, máxime cuando he podido palpar, a lo largo de más de cuatrocientas páginas, las almas de cada uno de los miembros de la familia: la abnegada Alejandra, la sensible Olga, la reservada Tatiana, la bonachona María, la vivaracha Anastasia, el inocente Alexey... Y Nicolás II, ese hombre modesto tan entregado a su mujer y sus hijos como incompetente para los asuntos de Estado. A este respecto, el pasado 18 de marzo, recién comenzada la biografía, tuve este pensamiento: ante todo fueron personas con inquietudes, anhelos, temores, sueños, preocupaciones... Como cualquier otro ser humano.
Tras la impenetrable y digna froideur que proyectaba, Alix se sentía orgullosa de lo mucho que se autoexigía, de la pureza de su corazón, de su integridad moral y su capacidad de pensar por sí misma. «Ciertamente soy alegre en ocasiones y supongo que puedo llegar a ser agradable [...] pero soy un ser más bien contemplativo y serio, que bucea en las profundidades de todo tipo de aguas, cristalinas o turbias». Sin embargo, esa amplitud de miras y esa virtud adolecían de un defecto fatal: Alix no había aprendido que «la virtud ha de ser amable». Ya por entonces se tomaba su vida y a sí misma demasiado en serio. En los años subsiguientes tendría que navegar por muchas aguas turbias y profundas.
La Historia trata y retrata a sus protagonistas en la medida en que sus acciones trascendieron en el devenir de los acontecimientos, omitiendo a veces detalles privados que dan muestras de caracteres buenos, a pesar de todo. El zar Nicolás II no era inocente y bajo su gobierno se perpetraron masacres, pero no sería justo describir como un déspota frío e insensible al mismo hombre que se sabía inútil en lo político y adoraba profundamente la vida en el campo, el ejercicio físico al aire libre y las tardes de lectura en voz alta para sus niños. Los historiadores hablan del tremendo error de cálculo que supuso participar en la I Guerra Mundial para unir al pueblo en torno a la figura del zar, pero pocos mencionan la extraordinaria labor humanitaria de la zarina y las archiduquesas atendiendo a los heridos: lejos de permanecer encerradas en su palacio y ajenas a los horrores de la guerra, Alejandra y sus hijas transformaron su vivienda en un auténtico hospital, se enfundaron en los trajes de enfermera y participaron activamente en las diversas operaciones a que hubieron de someterse los soldados: amputaciones, suturas, inyecciones... Tanto es así que uno de los rasgos de la familia más repetidos a lo largo de la biografía es el estupor que provocaban en quienes tenían el honor de conocerlas personalmente: sorprendían la sencillez, familiaridad, humildad y buenos modales con que las hermanas trataban a cualquiera, independientemente de su rango o procedencia.

Asisto con una pena inmensa al desenlace prematuro de unas jóvenes a las que les quedaba todo por vivir, que estaban deseando enamorarse y amar, que se sentían profundamente vinculadas a su tierra rusa y profesaban una adoración sagrada e infinita hacia sus padres. En uno de los múltiples períodos convalecientes de Alejandra, Olga le escribe a su madre el siguiente poema:
Estás llena de angustia
por el sufrimiento de los demás.
Nunca has dejado de sentir la pena de otros.
Solo eres implacable
contigo misma,
siempre fría y sin piedad.
Pero si pudieras contemplar tu tristeza desde la distancia,
aunque solo fuera una vez, con amor en tu alma.
¡Qué pena te darías a ti misma!
¡Qué triste sería tu llanto!
Ciertamente es una tragedia el modo criminal y salvaje en que los guardias ejecutaron a la familia Romanov en el sótano de la Casa Ipatiev, fusilando no sólo la carne sino también las aspiraciones de los hermanos, los recuerdos de las añoradas vacaciones familiares a bordo del Shtandard y en Livadia, Crimea; las risas que provocaba Anastasia —«Me siento muy solo sin ti, cariño. Echo de menos las caras que pones en la mesa», le escribió una vez su padre—, las lealtades y la camaradería forjadas a lo largo de los años con los oficiales, profesores, institutrices y demás personal del servicio —muchos de ellos, también perseguidos y fusilados—; las complicidades entre las hermanas, sus volátiles e imposibles primeros amores, los paseos a caballo y los juegos en el jardín, la inocencia; todo, todo. El hecho de que hubiesen vivido completamente alejados del sufrimiento de su pueblo no impide que se pueda sentir compasión por quienes, de la noche a la mañana, fueron despojados de toda dignidad y sacrificados como animales. Eso es lo que significa ser humano. Un ingeniero de Ekaterimburgo que vio llegar a la familia escribió más tarde:
Pasaron muy cerca y muy despacio. Miré sus rostros vivaces, jóvenes y expresivos de forma algo indiscreta, y en esos dos o tres minutos aprendí algo que no olvidaré hasta el fin de mis días. Mis ojos se encontraron con los de esas tres desafortunadas jóvenes por un instante, y cuando mi mirada penetró hasta lo más hondo de sus torturadas almas, yo, un revolucionario probado, me sentí sobrecogido por un intenso sentimiento de pena. Sin esperarlo fui consciente de que los intelectuales rusos, que afirman ser precursores y la voz de la conciencia, eran responsables de la ridícula indignidad a la que estaban sometiendo a las archiduquesas [...]. No tenemos derecho a olvidar, ni a perdonarnos por nuestra pasividad y nuestro fracaso a la hora de hacer algo por ellas.
En aquel instante, toda la Humanidad del mundo se concentra en la mirada de ese humilde trabajador.

Quiero destacar la delicia que ha supuesto leer esta biografía, escrita de un modo magistral y con un dominio apabullante de los hechos y las fuentes; tanto que parece que está escrita sin esfuerzo. La historia fluye con mucha naturalidad; parece haber sido tan digerida que es relatada de forma muy sencilla y la cantidad de información no abruma al lector. Así mismo, son palpables en cada página la delicadeza, devoción y respeto con que Helen Rappaport ha acometido su trabajo, y eso es de agradecer en cualquier relato biográfico. El material fotográfico de su interior no hace más que enriquecer una historia ya de por sí exquisita: a menudo me detenía a escudriñar los rostros variopintos de las hermanas Romanov, tan etéreos, tan sugerentes.

Antes de cerrar definitivamente el libro, releo una vez más el prólogo. La desoladora descripción del palacio Alexander tras ser desalojado —«quedó solo y olvidado: un palacio de fantasmas»— adquiere ahora tintes más sombríos. Me resulta tan triste; casi puedo oír el viento silbando en el edificio abandonado, barriendo las habitaciones vacías que una vez albergaron tanto amor y felicidad.
La larga y frondosa avenida en la que en otros tiempos jugaran los niños Romanov, donde habían montado en sus ponis y bicicletas; los ordenados canales por los que navegaban con su padre; la casita de juegos pintada de azul y blanco de la Isla de los Niños, con su profusión de lirios y el pequeño cementerio donde enterraban a sus mascotas..., todo hablaba de esas vidas perdidas e inspiraba un sentimiento de tremenda desolación.
Come sin prisas. 
Viaja todo cuanto puedas. 
Y lee... Lee muchísimo.


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