Moby Dick, Herman Melville

«En la búsqueda de su hijo perdido, sólo había encontrado a otro huérfano». Así finaliza la novela, y ahora Moby Dick me deja huérfana a mí. Han pasado ocho semanas desde que me enrolara junto a Ismael en la tripulación del Pequod; desde que, como él, uniera el porvenir de mis días a los designios del tempestuoso Ahab y me embarcara en una travesía que hoy, literal y literariamente, tocaba fondo en algún lugar del Pacífico Norte para luego depositarse, con lentitud y suavidad, como una huella, en el órgano donde guardo los recuerdos más hermosos, las historias más emocionantes. Nunca una lectura había significado tanto un viaje, y hoy ya ha llegado a su fin. Como Ismael, observo los últimos vestigios de la nave y la agitación del medio —«la parte líquida del mundo»— que también han sido mi particular refugio aquí en tierra, donde tenía puestos los pies pero no la cabeza; ya no son sino recuerdos de una experiencia épica y grandiosa como la misma Ballena Blanca que la ha motivado. Cualesquiera que hayan podido ser las dificultades encontradas a lo largo de la novela-travesía, uno llega al final de ella con el convencimiento de que ha sido obsequiado con una buena historia.

Antonio Muñoz Molina escribía hace unos días sobre este precioso arte y señalaba la necesidad de «estar muy despierto y muy lúcido para leer una novela», una apreciación que en Moby Dick se torna imperativo dada la inmensidad de detalles y disgresiones en que nadamos. Son aguas ricas en descripciones, metáforas, alusiones a otros mitos y textos, explicaciones más o menos científicas; pero nada de ello las enturbia: lo que en otros pudiera resultar artificioso y cargante, en Melville —tengo que hacer mención aquí también a la increíble labor del traductor de esta edición, Enrique Pezzoni— se vuelve natural, ingenioso e incluso ligero de sobrellevar. Una vez escuché que los verdaderos maestros son aquellos que hacen parecer muy fácil algo que es realmente difícil; y, en este sentido, Melville denota un dominio de la palabra titánico. Leerlo exige un esfuerzo y concentración inmensas; pero, como dice Antonio Muñoz, «es en leer las mejores novelas de otros donde está la felicidad». Y, al igual que él, yo también «me he quedado un rato con el libro en las manos, sin hacer nada, dejando que la novela cale en mí, como cuando termina una película en el cine y uno está tan empapado en ella que no se mueve de su asiento y no tiene ganas de levantarse ni de salir todavía a la calle».

Lo cierto es que la leyenda de Moby Dick, el gran cachalote blanco, siempre me ha fascinado; no sé si por mi curiosidad natural y temprana por el mar y todos los misterios que alberga o por la idea de que pudiera existir tamaña criatura, tan solemne como letal. En cualquier caso, a pesar de no recordar a través de qué medio supe de la historia por primera vez, me dejó una honda impresión siendo muy pequeña. Así permaneció, dormida pero latente, hasta hace unos meses, cuando topé casualmente con una reciente adaptación cinematográfica. La fuerza cautivadora de esas imágenes, del leviatán embistiendo y hundiendo al Essex —hecho histórico que inspiró a Melville y al que también alude Ismael en su relato—, ya no me abandonaron y me hice con el libro en los días siguientes. Volviendo a hacerme eco de las oportunas palabras de Antonio Muñoz Molina, que expresa de maravilla el sentir de cualquier lector ante una gran novela, «quizá me gusta todavía más porque he tardado muchos años en llegar a ella. Algunas novelas nos esperan. Esperan a que alcancemos el grado necesario de madurez, o a que encontremos un periodo sostenido de sosiego (...)».

Ahora bien, Moby Dick no es una novela fácil de leer ni digerir. Las dificultades a las que hacía alusión al principio tienen que ver sobre todo con su ritmo y la cantidad de pasajes dedicados a las cuestiones más técnicas del viaje —la estructura de la nave, las fases de la caza, los utensilios utilizados en la misma, la clasificación de los cetáceos, etc.— de que está salpicada la historia. A juzgar por las opiniones leídas y por mi propia experiencia, esto es lo que, a menudo, puede representar un verdadero escollo en la lectura de Moby Dick. En este sentido, cabría distinguir tres partes en la estructura de la narración: la primera, que comprende aproximadamente unas 200-300 páginas, es donde más sentimos a Ismael como un narrador presente, pues relata su llegada a Nantucket, su alojamiento en la posada El chorro de la ballena, cómo conoce a Queequeg y se estrecha la amistad con él, el sermón —¡glorioso!— del padre Mapple en la Capilla de Balleneros y, finalmente, su enrolamiento en la tripulación del Pequod. Ésta es, sin duda, la parte más cómica y dinámica de la historia. A partir de aquí, la voz de Ismael se aleja paulatinamente y se hace intermitente por momentos, llegando a abstraerse por completo de la historia cuando narra escenas, soliloquios y conversaciones en las que él no ha estado presente. Así, durante las siguientes 300-400 páginas, Ismael se dedica a intercalar el relato de los encuentros con otras naves durante la travesía con digresiones de todo tipo: biológicas, filosóficas, técnicas... Algo que, en mi opinión, Melville sabe conducir con exquísita maestría al aderezarlas con suficiente ingenio como para no perder el interés en la novela ni dejar de sorprendernos de lo bien escrita —y traducida— que está, del conocimiento desbordante que desprende el autor en cada línea. Finalmente, la caza de Moby Dick se reserva sólo para los últimos capítulos. Esto que algunos lectores pueden encontrar decepcionante no hace sino reafirmar aquello tan popular de que lo importante no es el destino sino el viaje mismo, algo que cobra todavía mayor relevancia en una novela como Moby Dick. Porque, realmente, los momentos más emotivos, intensos y enriquecedores los hemos leído —vivido— antes.

Superado el escollo, si se afronta con paciencia e interés, y a pesar de la dificultad de entender muchas de las cuestiones navales, uno no puede permanecer impasible ante la historia. Son muchos los elementos y fragmentos que me conmueven por la intensidad que rezuman en cada detalle y línea, porque si hay un adjetivo con que, creo, podría calificar a Moby Dick sin caer en el cliché y haciéndole justicia es ése: intensa. Me conmueven sus personajes memorables, dotados cada uno —Ahab, Starbuck, Stubb, Pip...— de un alma singular que complementa y enriquece al grupo; me conmueve Ismael, narrador y personaje todavía más entrañable; me conmueven el dolor de Ahab —brillantes las reflexiones nitzschenianas a este respecto; el dolor trasciende más que la felicidad—, la lealtad de Queequeg, la locura de Pip; me conmueve la naturalidad con que Melville describe el afecto entre dos hombres, tanto más sorprendente dados los años en que fue escrita la obra y, sobre todo, por situarla en el ambiente rudo de una tripulación eminentemente masculina y dedicada a una actividad salvaje —que no innoble, como defiende Ismael con fervor en el capítulo XXIV—. De hecho, son varios los fragmentos por los que podríamos tildar el pensamiento de Melville/Ismael de revolucionario para su época: exhibe sin ambages una tolerancia cuasi cómica y entonces inaudita a las religiones distintas de la cristiana —«(...) todos nosotros, los buenos cristianos presbiterianos, deberíamos ser caritativos en estos asuntos y no considerarnos tan superiores a los demás mortales, paganos o lo que fueran, a causa de sus despropósitos en materia de creencias (...) Y que el Cielo tenga piedad de todos nosotros, presbiterianos y paganos, porque todos, de algún modo, tenemos alguna rajadura en la cabeza y necesitamos desesperadamente que nos la arreglen»—, críticas abiertas al fanatismo religioso —«(...) no tengo la menor objeción contra la fe de ninguna persona, sea la que fuere, mientras esa persona no mate o insulte a otra persona por el hecho de que esa otra persona no participe de la misma fe. Pero cuando la religión de un hombre se vuelve realmente insensata, cuando es un verdadero tormento y, en suma, convierte a esta tierra nuestra en una posada harto incómoda para alojarse en ella, entonces creo que ha llegado el momento de llevar a ese individuo aparte y discutir la cosa con él»— y a la falsa superioridad moral de los cristianos sobre los que consideran paganos —«(...) la bondad cristiana no ha demostrado ser otra cosa que hueca cortesía»—. En definitiva, Melville es un convencido, por boca de Ismael, de la idea de que «un hombre puede ser honrado bajo cualquier piel». Y ése es un pensamiento todavía hoy revolucionario. 

No finalizo mi particular homenaje a este leviatán de la literatura sin hacer antes mención a la importancia de dar con una buena traducción de la novela. En mi caso, antes de decantarme por esta edición de Penguin Clásicos, hice una pequeña búsqueda, leí comentarios y comparé traducciones. Mi decisión no pudo ser más acertada, no sólo por el impecable trabajo de Pezzoni, que consigue  respetar el estilo original de Melville sin sacrificar la inteligibilidad del mensaje, ofreciendo una traducción fiel, precisa y muy pulcra —no puedo decir lo mismo de otras ediciones que hojeé, con traducciones muy intrincadas, en mi opinión—, sino también por la esclarecedora introducción de Andrew Delbanco —siempre es de agradecer algo así en novelas como ésta— y los mapas e ilustraciones complementarias que vienen con el libro.

No me extiendo más, pues no quiero abusar, como dice Delbanco, del privilegio de presentar Moby Dick a otro lector; y, al igual que él, me permito lanzar la invitación con la misma frase de Melville que cita: «Me limito a poner esa frente [del cachalote] ante ustedes. Léala quien pueda».

Come sin prisas. 
Viaja todo cuanto puedas. 
Y lee... Lee muchísimo.



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