Las orquídeas rojas de Shanghai, Juliette Morillot
En 1995, en Seúl, conocí a una mujer.
Una anciana. Mun halmǒni.
Una noche me explicó su vida. Sus sueños.
Sus sufrimientos.
Al amanecer, ante mis incrédulos ojos, se desnudó.
Su cuerpo era una estatua de piedra
pulida por los años, cincelada a punta de sable
y cigarrillos.
Dedico estas páginas a Mun halmǒni, mi
halmǒni de Corea, que me confió el relato de su vida.
Dedico estas páginas a aquellas mujeres
que jamás hablaron.
Quizá eso sea lo más estremecedor de todo: saber que esta historia no nace de la imaginación brillante de una escritora sino de hechos reales que sacudieron la vida de más de 200.000 de mujeres y que, sin embargo, se sucedieron silenciosamente, sin provocar ruido, sin nadie que denunciara esas barbaridades cometidas a diario durante décadas. Ocurrieron y cayeron en el olvido o, si no lo hicieron, como tantas otras cosas que se pierden en las grandes guerras, fueron enterradas bajo escombros y escombros de miseria, masacre y violencia: las víctimas, callaron; los perpetradores del crimen, no respondieron por ello («casi todos los criminales de guerra se habían salvado a cambio de "informaciones estratégicas para la paz mundial"»); los cómplices, miraron hacia otro lado.
Las atrocidades que se cometieron contra las niñas y mujeres durante la expansión que llevó a cabo el Imperio Nipón durante el siglo XX y bajo mandato del emperador Hiro Hito no han pasado a los anales de la historia con la misma fuerza y trascendencia con que lo han hecho acontecimientos como la sangrienta ocupación de Nankín o las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki. Sin embargo, el daño físico y psíquico causado en las que padecieron en sus carnes el horror de las estaciones y casas de consuelo («existieron centenares (...) repartidas por los frentes de China, Manchuria, Tailandia, Birmania, Indochina francesa, Singapur, Malasia, Indonesia y Filipinas») fue tan trágico y lacerante como todo lo demás. Y es una herida que, a día de hoy, permanece abierta y sigue sangrando abundamente, aunque sea bajo otras formas y parámetros. Porque es la esclavitud sexual.
Las orquídeas rojas de Shanghai es una novela escrita por Juliette Morillot en 2001 y está basada en el testimonio de una mujer coreana y, a su vez, en el de miles:
En 1937, en un pueblo de Corea, el destino de Sangmi, que entonces tenía catorce años, sufrió un giro brutal a la salida del colegio, al ser raptada por unos soldados japoneses y embarcada con otras niñas coreanas con rumbo a Manchuria. Forzada a satisfacer las necesidades sexuales de los soldados, conocería el infierno en los burdeles que, de Seúl a Shanghai, de Singapur a Hiroshima, el ejército japonés iba instalando a medida que avanzaba en su conquista de Asia. Una fuerza de carácter poco común, la amistad y la solidaridad con sus compañeras de infortunio, y su capacidad para enamorarse con pasión permitirám a Sangmi sobrellevar su terrible destino y rescatar la esencia de su dignidad.
La minuciosidad a la hora de describir los detalles y la sensibilidad con que la autora nos narra en primera persona la historia de Sangmi son realmente sobrecogedoras. "Escuchar" de su propia boca ―la de una niña que apenas ha dejado atrás su infancia e iniciado su etapa de adolescente― las inimaginables situaciones que es forzada a vivir pone los pelos de punta. Es realmente traumático. Especialmente cuando uno se pone en la piel de las víctimas y se pregunta qué hubiera pasado si el día del rapto hubieran estado en casa o en cualquier otra parte; qué pasaría si echaran a correr en este u otro instante; qué es lo que les están haciendo y porqué. Pues la mayoría son niñas. Niñas cuya única experiencia de vida se ha limitado a explorar los rincones de sus casas, a jugar en el jardín, comer odaeng frescas, el olor de la halmǒni...
Pero preguntarse el por qué de esta barbarie no tiene sentido porque ¿qué justificación puede tener? ¿Qué explicación cabe esperar?...
Pero preguntarse el por qué de esta barbarie no tiene sentido porque ¿qué justificación puede tener? ¿Qué explicación cabe esperar?...
(...) el Estado Mayor, desbordado por los excesos de sus tropas, intentaba por todos los medios detener aquella orgía de violencia. Una única solución podía apaciguar a aquellos soldados enloquecidos: proporcionarles mujeres en abundancia para aplacar sus instintos salvajes, pero en un marco organizado, fácil de controlar.
... Ninguna. Absolutamente ninguna. Pero así fue. De entre las muchas monstruosidades cometidas por el ejército japonés durante la invasión de otros países del este asiático, el brutal sometimiento de las mujeres a los deseos y fantasías ―tan perversas, tan retorcidas, ilimitadamente obscenas― de los hombres marcó a toda una generación de mujeres coreanas, chinas, japonesas, malayas, filipinas, incluso holandesas... Bajo el pretexto de "servir patrióticamente al Imperio". «Vaginas del ejército nipon»; así las llamaron. Pero «años más tarde, Japón seguirá sin reconocer nuestra existencia», dice Sangmi hacia el final de su vida. Si hay una palabra que pueda describir mínimamente cómo fue la invasión nipona del pasado siglo es sadismo, sadismo en su más puro estado salvaje.
Pero no todo son almas desprovistas de cualquier vestigio de humanidad. En la vida de Sangmi también se cruzan buenas personas, personajes entrañables por su ternura y su valor. Los auténticos héroes y resistentes de guerra. Aquellos que, incluso en los tiempos más oscuros, bárbaros y peligrosos, son capaces de recordar quiénes son y de hacer prevalecer su identidad y principios por encima de cualquier amenaza y de la locura de los tiempos. Seres humanos capaces de retener todo el amor que conocen y aliviar con él a los heridos, a los que lo han perdido todo, a los humillados, a los privados de su honor... Porque como afirma la propia Sangmi, «hasta en épocas de guerra, los hombres buenos siempre hallan la manera de tender una mano». Y así lo expresó también Vasili Grossman en Vida y destino:
Pero no todo son almas desprovistas de cualquier vestigio de humanidad. En la vida de Sangmi también se cruzan buenas personas, personajes entrañables por su ternura y su valor. Los auténticos héroes y resistentes de guerra. Aquellos que, incluso en los tiempos más oscuros, bárbaros y peligrosos, son capaces de recordar quiénes son y de hacer prevalecer su identidad y principios por encima de cualquier amenaza y de la locura de los tiempos. Seres humanos capaces de retener todo el amor que conocen y aliviar con él a los heridos, a los que lo han perdido todo, a los humillados, a los privados de su honor... Porque como afirma la propia Sangmi, «hasta en épocas de guerra, los hombres buenos siempre hallan la manera de tender una mano». Y así lo expresó también Vasili Grossman en Vida y destino:
Y aunque ninguno de ellos pueda decir qué les espera, aunque sepan que en una época tan terrible el ser humano no es ya forjador de su propia felicidad y que sólo el destino tiene el poder de indultar y castigar, de ensalzar en la gloria y hundir en la miseria, de convertir a un hombre en polvo de un campo penitenciario, sin embargo ni el destino ni la historia ni la ira del Estado ni la gloria o la infamia de la batalla tienen poder para transformar a los que llevan por nombre seres humanos. Fuera lo que fuese lo que les deparara el futuro —la fama por su trabajo o la soledad, la miseria y la desesperación, la muerte y la ejecución—, ellos vivirían como seres humanos y morirían como seres humanos, y lo mismo para aquellos que ya han muerto; y sólo en eso consiste la victoria amarga y eterna del hombre sobre las fuerzas grandes e inhumanas que hubo y habrá en el mundo.Las orquídeas rojas de Shanghai es un libro estremecedor y profundamente conmovedor; sin duda, de los más duros y dramáticos que he leído, si no el que más. De ésos que te dejan con un profundo malestar en el corazón cuando los acabas. Pero es «también un formidable canto al amor sobre un fondo de perfumes, sonidos y colores que nos sumergen en el corazón de la historia tumultuosa y sombría de un Oriente enigmático, misterioso y sensual». Da voz a todas aquellas mujeres olvidadas, despreciadas, vejadas y humilladas que fueron desprovistas de su inocencia, libertad, dignidad, esperanza y ganas de vivir incluso. Pero que lucharon en silencio día tras día y resistieron todo cuanto les permitió su cuerpo, librando una batalla tan violenta y sin sentido como las que hoy se cuentan en los libros de historia. Porque es así:
Antes (...) creía que la violencia estaba en los gritos, en los golpes, la guerra y la sangre. Ahora sé que la violencia también está en el silencio, que a veces es invisible a la simple mirada. La violencia es ese tiempo que cubre las heridas, el encadenamiento irreductible de los días, esa imposible vuelta atrás. La violencia es todo aquello que se nos escapa, calla, no se muestra, la violencia es aquello para lo que no hay explicación, eso que permanecerá opaco para siempre.
No y yo, Delphine de Vigan.
Come sin prisas.
Viaja todo cuanto puedas.
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