Las lágrimas azules, Juliette Morillot
Hoy escribo desde Teramo, una pequeña ciudad de la región de los Abruzos, en la costa adriática. Me alojo en un hostal durante un par de noches mientras busco piso. La razón es sencilla: estoy de intercambio y esta localidad será mi hogar durante ―espero― cinco intensos y enriquecedores meses. Si bien aún tengo los nervios a flor de piel y la mente abotargada por las horas de viaje, el frío, las horas de sueño acumuladas, la confusión por el cambio de entorno y la cantidad de información recibida en el día de hoy... Estoy encantada con esta experiencia porque, entre otras cosas, me permitirá generar mucho contenido en el blog, especialmente en las secciones de Come y Viaja.
Pero volviendo a lo que toca... Ayer pude acabar por fin ―a contrarreloj, he de añadir; no me cabía el libro entre tanto equipaje― Las lágrimas azules, de Juliette Morillot. No quería irme y dejarlo a mitad otra vez, pues ya tuve ocasión de leerlo hace varios años y no fui capaz de terminarlo, cosa que me ha pasado sólo en contadas ocasiones y, generalmente, tras acabar de leer sendas novelas ―salir de lecturas así y sumergirse seguidamente en otras cual clavo que saca otro clavo es algo que no recomiendo en absoluto―. Entonces creí que fue porque me pilló en un mal momento o porque no supe entender la historia. Lo único que recuerdo es que me costaba mucho concentrarme en su lectura porque no me atrapaba, y cuanto menos me atrapaba, más me descentraba... Un círculo vicioso en el que, habiendo releído y terminado ―ahora sí― Las lágrimas azules, entiendo que me sumiera. Básicamente porque me ha vuelto a suceder: el libro me ha dejado una sensación ambigua, cierto sabor agridulce.
Pero volviendo a lo que toca... Ayer pude acabar por fin ―a contrarreloj, he de añadir; no me cabía el libro entre tanto equipaje― Las lágrimas azules, de Juliette Morillot. No quería irme y dejarlo a mitad otra vez, pues ya tuve ocasión de leerlo hace varios años y no fui capaz de terminarlo, cosa que me ha pasado sólo en contadas ocasiones y, generalmente, tras acabar de leer sendas novelas ―salir de lecturas así y sumergirse seguidamente en otras cual clavo que saca otro clavo es algo que no recomiendo en absoluto―. Entonces creí que fue porque me pilló en un mal momento o porque no supe entender la historia. Lo único que recuerdo es que me costaba mucho concentrarme en su lectura porque no me atrapaba, y cuanto menos me atrapaba, más me descentraba... Un círculo vicioso en el que, habiendo releído y terminado ―ahora sí― Las lágrimas azules, entiendo que me sumiera. Básicamente porque me ha vuelto a suceder: el libro me ha dejado una sensación ambigua, cierto sabor agridulce.
Cuando te fascina un autor, sólo deseas leer novelas suyas. De la misma manera, las comparaciones entre unas y otras serán inevitables. A mí me cautivó la sensibilidad y exquisitez descriptiva de Juliette Morillot y la intensidad de Las orquídeas rojas de Shanghai. Eso fue lo que me empujó a retomar Las lágrimas azules pese al recuerdo que tenía de ella, pues dice mi abuela que un mismo libro no se lee igual a los diez años que a los veinte, treinta... Así que esta vez iba convencida de que me gustaría. El problema es que, cuando un autor te genera unas expectativas muy altas con una novela, la posibilidad de decepcionarte con la segunda es casi segura e inevitable.
Veamos por qué.
En Las lágrimas azules, escrita ocho años después de Las orquídeas rojas de Shanghai y bajo un título y portada de colores totalmente antagónicos a la de ésta ―curiosamente, los colores de una y otra reflejan muy bien el ritmo de sus respectivas historias; la primera, dinámica, ágil, contundente y sorpresiva; la segunda, lenta, monótona, fría―, Juliette Morillot vuelve a situarnos en Corea del Sur, esta vez en una pequeña isla llamada Sorokto, a mediados del siglo XX. La protagonista es Seungia, una hija de leprosos...
Corea del Sur, principios de la década de los cincuenta. La pequeña Seungia nace en la isla de Sorokto, donde se recluye a todos aquellos que padecen lepra. Allí la esperanza no tiene cabida y se presencian a diario las escenas más dramáticas. Sin embargo, la amistad de un niño enfermo y el cariño de su maestra alentarán a la pequeña y la ayudarán a encontrar fuerzas para escapar de la isla.
En un mundo hostil y desconocido, Seungia luchará por sobrevivir. Sola y con el corazón herido, conocerá la tristeza pero también el amor e incluso llegará a experimentar las ventajas de una vida mejor. Hasta que se reencuentra con el pasado...Las lágrimas azules carece de la intensidad de Las orquídeas rojas de Shanghai. Si bien no deja de ser una novela dramática y cargada de episodios reprobables (es una clara denuncia al internamiento abusivo y brutal de miles de leprosos por parte de Japón), no termina de sobrecogerte ni de despertar la emoción que debería; no por la forma de narrar, que se mantiene en su línea habitual ―de hecho, por primera vez presté atención a la traductora de la obra temiendo que el resultado no fuera tan soberbio y adictivo como el de Las orquídeas rojas de Shanghai; por suerte, apenas he notado la diferencia―, sino por la propia historia en sí. Me duele reconocerlo, pero es que apenas tiene sentido. Así como el viaje de Sangmi en Las orquídeas rojas de Shanghai iba en una dirección clara y nos llevaba a un punto concreto, fruto de unas determinadas causalidades y sus lógicas consecuencias, el viaje que hace Seungia en Las lágrimas azules no nos lleva a ninguna parte. Quiero decir, no ves una determinación clara en el personaje de por qué hace una cosa u hace otra (la falta de una personalidad sólidamente marcada y construida es, a mi juicio, una de las grandes carencias de la novela), y hay otros personajes que aparecen y desaparecen (Mirim, Chung...) sin que sepas muy bien cuál es su cometido en la vida de Seungia.
Durante la etapa que Seungia pasa en Sorokto, la autora logra transmitirnos muy bien el hastío y la desidia que imperan en el ambiente de la isla, ese infierno gris e inerte flotando sobre las aguas, pues allí la vida es una vida maldita. El problema viene cuando Seungia, a causa de esto mismo y alentada por los suyos, decide abandonar la isla. A partir de ahí, uno espera que la historia vaya in crescendo, se intensifique; que Seungia saboree por primera vez lo que es realmente la libertad y viva episodios memorables. Sin embargo, con lo que nos encontramos precisamente es con una continuación insulsa, una sucesión lineal de acontecimientos que no despiertan el más mínimo interés. Es cierto que Juliette Morillot se afana en describirnos la estigmatización a la que fueron sometidos los leprosos y sus descendientes ―sin éstos padecer necesariamente la lepra― y, en especial, un aspecto muy concreto de la cultura coreana: el oficio de carnicero de perros y lo que ello implicaba a nivel social ―constituían la clase más baja, despreciada por todos los clanes―, y es evidente que ésos dos son los hilos que tejen la historia. No es que sean ejes poco atractivos sobre los que sostener una narración; es que no están bien ensamblados, considero yo. Ello no quita que el retrato que Morillot hace sobre la pobreza material y la devastación anímica y moral imperantes en Corea durante y después de la guerra (1950-1953) sea preciso e impagable. Y aun así hay algo que chirría, que no acaba de encajar en la mente del lector ―en este caso, en la mía― y que convierte a la historia en algo insípido y superficial, monótono, carente de un sentido claro, con más de un momento que no he entendido. No obstante, añadir en este último punto que, en ocasiones, la sutileza de la autora a la hora de contarnos ciertas cosas es tal que posiblemente sea a mí a quien se le hayan escapado los detalles.
Ahora bien, queda muy patente la conclusión última de esta historia, una forma de ponerle punto y final, cuanto menos, repentina y desesperada: Seungia huye anhelando vivir en un mundo mejor del que ha conocido, un mundo que no la rechace por ser quien es y en el que pueda vivir en libertad; lo que se encuentra, en cambio, es un mundo hostil que castiga e ignora sin piedad a aquellas personas que, por el motivo que sea, son diferentes a las demás (como Ungga, el autista) y no encajan con los cánones de una sociedad idílica y perfecta. En esta sociedad, lo único que importa es guardar las formas, reprimir los impulsos de puertas hacia fuera, aparentar ser algo que no eres con tal de no deshonrar a la familia. Por este motivo se llegan a cometer auténticas aberraciones (la adopción de niños que sustituyan cuales fotocopias humanas a los hijos ilegítimos o bastardos desterrados). Esto provoca, junto con la conmoción de reencontrarse con alguien de su pasado, que Seungia comprenda finalmente que nunca debió de salir de Sorokto, lo cual la empuja en el último momento a tomar una decisión fatal.
Y así seguimos adelante, botes contra la corriente, empujados incesantemente hacia el pasado.
El Gran Gatsby, F. Scott Fitzgerald
Come sin prisas.
Viaja todo cuanto puedas.
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