Todo lo que le debo a Nietzsche

Durante estas últimas semanas he estado leyendo El caminante y su sombra y La ciencia jovial de Friedrich Wilhelm Nietzsche; dos obras filosóficas condensadas, junto a una tercera ―El nacimiento de la tragedia―, en un único volumen de la colección Grandes Pensadores de la Editorial Gredos. Lo cierto es que es la primera vez que me enfrento a un libro filosófico ―me refiero a la obra escrita por el propio pensador y en la que expone sus cavilaciones, no a novelas que versen sobre filosofía como puede ser El mundo de Sofía― y ha sido toda una experiencia; tediosa a ratos, lo confieso, pero profundamente constructiva.

Que me detuviera a leer a este autor no es casual o fruto de un impulso: le debo mucho a Nietzsche desde que lo estudiara en 2º de Bachillerato de la mano de mi profesora de filosofía por aquel entonces, Mavi. Para mí supuso todo un descubrimiento: a medida que leía sobre él iba comprendiendo más sobre mi propia vida ―«El sentimiento de que hay en mí algo lejano y extraño, de que mis palabras tienen otro color que las mismas palabras en otras personas, de que en mí hay mucho plano multicolor que engaña (...)»―. Él puso nombre a muchas de las situaciones, sensaciones y emociones que yo había experimentado y para las que, hasta ese momento, nunca había hallado una explicación plausible. Estudiar a Nietzsche me dio fuerzas, se convirtió en un punto de referencia importantísimo: no sólo contribuyó a que me autoaceptara ―¡por fin entendía muchas cosas!―, sino a que me reafirmara también en mi voluntad de ser yo misma. Es curioso porque con Nietzsche me sucede lo que a él le ocurría con Montaigne, quien a su vez expresó fascinación por Plutarco:
Que un hombre así haya existido es cosa que ha aumentado, realmente, el gozo de vivir en este mundo. Por mi parte, al menos, desde que conocí a este espíritu, máximamente libre y fuerte como ningún otro, no puedo decir de él sino lo que él mismo dice de Plutarco: "Apenas he lanzado una mirada en él, y ya me han crecido una pierna o un ala". Obligado a buscarme un hueco propicio en este mundo, con su ayuda creo conseguirlo.
Confieso que tras acabar el estudio introductorio de Germán Cano a la vida y obra de Nietzsche, obvié la lectura de El nacimiento de la tragedia, su primer gran libro, y pasé directamente a El caminante y su sombra. ¿La razón? Comencé a leer el primero pero los textos eran densos y muy complejos, giraban en torno a la Antigua Grecia y su «arquitectura socrática» como origen de la enfermedad de Occidente. Dado que éste era un tema que había estudiado en el instituto y me interesaba profundizar en otros aspectos de la filosofía nitzscheana, consideré que podía dejarlo pasar. No por ello creo que sea un punto intrascendente; todo lo contrario: la crítica a los clásicos griegos es crucial en tanto que sobre ella Nietzsche cimenta la mayor parte de su filosofía. Es, además, el valor que lo diferencia y distancia de los pensadores tanto anteriores como de su época, y lo que confirió, sin duda, un carácter rompedor a su obra.

Así pues, me adentré en El caminante y su sombra, un compendio de aforismos «bellos y densos» que reflexionan sobre multitud de aspectos vitales. Nietzsche escribe este libro durante su estancia en Saint Moritz, donde se dedica a caminar y admirar sus paisajes, y plantea la obra como un diálogo entre él y su sombra. Los que siguen a continuación son sólo algunos de los aforismos que más me han gustado, y no necesariamente porque me identifique con todos y cada uno de ellos: en algunos casos simplemente reconozco ciertas cosas, aún cuando yo haya pecado de determinadas actitudes criticadas por Nietzsche. 

Recomiendo leerlos con detenimiento y con actitud abierta y reflexiva; de lo contrario, podrían malinterpretarse:
La envidia y su hermana más noble. Donde la igualdad está realmente impuesta y duraderamente cimentada, surge esa propensión en conjunto tenida por inmoral, que en el estado natural apenas sería concebible: la envidia. El envidioso es sensible a toda preeminencia del otro por encima del nivel común y quiere rebajarlo a éste, o elevarse él hasta ella: de ahí resultan dos modos de acción distintos, que Hesíodo designó como la mala y la buena Eris. Igualmente surge en el estado de igualdad la indignación por que a otro le vaya mal por debajo de su dignidad e igualdad: son éstos afectos de naturalezas más nobles. En las cosas que son independientes del arbitrio del hombre echan de menos la justicia y la equidad, es decir: exigen que esa igualdad que el hombre reconoce sea también reconocida por la naturaleza y el azar; se encolerizan por que a los iguales no les vaya igual. 
Convertirse en hipócrita. Todo mendigo se vuelve hipócrita; como todo el que hace su oficio de una carencia, de una penuria (ya sea ésta personal o pública). El mendigo no siente ni mucho menos la carencia como tiene que hacerla sentir si quiere vivir de la mendicidad. 
La moral de la compasión en boca de los inmoderados. Todos los que no se tienen a sí mismos suficientemente bajo control y no conocen la moralidad como constantes autodominio y autosuperación ejercidos en lo más grande y en lo más pequeño, se convierten involuntariamente en glorificadores de los impulsos buenos, compasivos, benévolos, de esa moralidad instintiva que no tiene cabeza, sino que sólo parece componerse de corazón y manos solícitas. Tiene incluso interés en desacreditar una moralidad de la razón y hacer de esa otra la única. 
Saber ser pequeño. Hay que estar todavía tan cerca de las flores, las hierbas y las mariposas como un niño que no sobresale mucho de ellas. Nosotros los mayores hemos en cambio crecido por encima de ellas y tenemos que rebajarnos a las mismas; creo que las hierbas nos odian cuando confesamos nuestro amor por ellas. Quien quiere tener parte en todo lo bueno debe también saber ser pequeño a ratos. 
¿Qué es «obstinado»? El camino más corto no es el más recto posible, sino aquel en que los vientos más propicios hinchan nuestras velas: así dice la teoría de los navegantes. No seguirla significa ser obstinado: la firmeza de carácter está entonces contaminada por la estupidez. 
Hábito de los contrarios. La imprecisa observación general ve por todas partes en la naturaleza contrarios (como, p. ej., «cálido y frío») donde no hay contrarios, sino diferencias de grado. Este mal hábito nos ha inducido a querer también entender y descomponer la naturaleza interior, el mundo ético-espiritual, según tales contrarios. Una indecible cantidad de dolor, arrogancia, dureza, extrañamiento, enfriamiento ha venido a incorporarse al sentimiento humano por el hecho de haber creído ver contrarios en lugar de transiciones. 
Las épocas de la vida. Las épocas de la vida propiamente dichas son esos breves períodos de estancación entre el ascenso y el descenso de un pensamiento o sentimiento dominantes. Una vez más hay aquí saciedad: todo lo demás es sed y hambre, o hastío. 
Habla el solitario. Como recompensa de mucho hastío, malhumor y aburrimiento —tal como todo esto comporta necesariamente una soledad sin amigos, libros, deberes ni pasiones—, uno cosecha esos cuartos de hora de profundísima inmersión en sí y en la naturaleza. Quien se atrinchera totalmente contra el aburrimiento, se atrinchera también contra sí mismo: nunca le será dado beber el más tonificante refresco del más íntimo pozo propio. 
Olvidar las intenciones. Durante el viaje uno olvida por lo común su meta. Casi todas las profesiones son elegidas e iniciadas como medios para un fin, pero proseguidas como fin último. El olvido de las intenciones es la estupidez más frecuente que se comete. 
Incontinencia en la arrogancia. Hay hombres tan arrogantes, que una grandeza que públicamente admiran no saben elogiarla más que presentándola como etapa previa y puente que conducen a ellos. 
Camino a la igualdad. Algunas horas de alpinismo hacen de un bribón y de un santo dos criaturas más o menos iguales. La fatiga es el camino más corto a la igualdad y la fraternidad, y el sueño agrega finalmente la libertad. 
La fatiga del espíritu. Nuestra ocasional indiferencia y frialdad hacia los hombres, que se nos interpreta como dureza y falta de carácter, no es muchas veces más que una fatiga del espíritu: entonces los demás nos son, como nosotros mismos, indiferentes o molestos.
Cuándo es hora de prometerse lealtad. A veces uno se extravía por un derrotero espiritual que contradice nuestro talento; durante cierto tiempo lucha uno heroicamente contra viento y marea, en el fondo contra sí mismo: se cansa, jadea; lo que consuma no le reporta ni un solo placer auténtico. Más aún, desespera de su fecundidad, de su futuro, quizás en pleno triunfo. Al final acaba por volver atrás, y ahora sopla el viento en nuestra vela y nos empuja en nuestro rumbo. ¡Qué dicha! ¡Cuán seguros del triunfo nos sentimos! Sólo ahora sabemos lo que somos y lo que queremos, ahora nos prometemos lealtad; y podemos hacerlo, en cuanto que sabemos
Morir por la «verdad». No nos dejaríamos quemar por nuestras opiniones: no estamos tan seguros de ellas. Pero sí quizá por poder tener y poder alterar nuestras opiniones.
Ilusión de los espíritus superiores. A los espíritus superiores les cuesta esfuerzo librarse de una ilusión; pues se imaginan que suscitan la envidia de los mediocres y son sentidos como excepción. Pero en realidad son sentidos como lo que es superfluo y lo que, si faltase, no se echaría de menos.
El caminante y su sombra me dejó un muy buen sabor de boca. Probablemente sea el libro más personal de Nietzsche y me gustan las circunstancias en las que lo escribió: lo imagino paseando por esos «bosques al pie de los glaciares y en las orillas de los pequeños lagos» en Saint Moritz, profundamente inmerso en sus cavilaciones, disfrutando del aire fresco y la luz solar... Un pequeño paréntesis de paz en la vida de un hombre atormentado, enfermo y de carácter intempestivo.

La ciencia jovial también me deparaba algunas sorpresas agradables. Al igual que el anterior, reúne multitud de aforismos ciertamente más optimistas y jocosos ―Nietzsche escribe esta obra en una etapa en la que se siente fuerte, vigoroso, esperanzado―, pero no por ello menos serios. En algunos casos es posible advertir cierto tono misógino por parte de Nietzsche; sin embargo, creo que ésa es una primera impresión y, como tal, no debemos quedarnos únicamente con ella. A medida que iba leyendo, me daba la sensación de que Nietzsche más bien se limita en muchos casos a describir cómo son las mujeres de su época, su papel social de entonces... Aunque pueda haber más o menos rencor y desprecio en sus palabras.

Nuevamente, dejo algunos de mis aforismos favoritos. Me veo obligada a dejar otros tantos fuera de esta entrada por su extensión, como Amistad estelar, Voluntad y ola, Hay que aprender a amar...

Insisto: han de leerse pausadamente y darles vueltas antes de sacar conclusiones precipitadas. Se podrá estar más de acuerdo o no ―a lo largo de la obra hay afirmaciones con las que ni siquiera yo estoy de acuerdo―; pero, ante todo, lo importante es no hacer una lectura equivocada:
(...) Sin duda en este mundo existe de vez en cuando una especie de continuación del amor, en la que aquel ávido anhelo mutuo de dos personas sí ha abierto el camino a un nuevo deseo y avidez, a una sed común superior por un ideal que se encuentra por encima de ellos: ¿quién conoce este amor? ¿Quién ha hecho esta experiencia? Su verdadero nombre es amistad.
Epicuro.—Sí, estoy orgulloso de sentir de otro modo, tal vez de cualquier otro, el carácter de Epicuro, y poder disfrutar de la felicidad de la tarde de la Antigüedad en todo lo que de él oigo o leo —veo sus ojos mirar hacia un amplio mar plateado, sobre acantilados en los que se posa el sol, mientras que los animales pequeños y grandes juegan en su luz, seguros y tranquilos, como esta misma luz y esta misma mirada. Una felicidad así sólo puede ser inventada por un hombre que sufre continuamente, la felicidad de un ojo para el que el mar de la existencia se ha calmado, y que ahora ya no se da por satisfecho mirando su superficie y la multicolor, delicada, estremecida piel del mar: nunca existió antes voluptuosidad tan modesta.
El argumento de la soledad.—También entre los más escrupulosos suele ser débil el reproche de la conciencia comparado con el sentimiento: «Esto y aquello está en contra de las buenas costumbres de tu sociedad». Una mirada fría, una mueca por parte de sus miembros y entre éstos y para los que uno ha sido educado, es algo temible incluso hasta para los más fuertes. ¿Qué es lo que aquí se teme en realidad? ¡La soledad! ¿No es ésta capaz de derrotar incluso los mejores argumentos a favor de una persona o asunto? —Así habla en nosotros el instinto de rebaño.
Lo que los otros saben de nosotros.—Lo que sabemos de nosotros mismos y tenemos en nuestra memoria no es tan decisivo para la felicidad de nuestra vida como se cree. Un día nos asalta lo que el otro sabe de nosotros (o cree saber) —y reconocemos entonces que es lo más poderoso. Es más fácil acabar con la mala conciencia que con la mala reputación.
El que sigue es un fragmento de una obra de Pascal a la que Nietzsche alude; he querido ponerlo aquí porque me gustó muchísimo:
Bogamos en un medio vasto, siempre inseguros y flotantes, llevados de un extremo a otro; cualquier mojón al que pensemos atarnos y asegurarnos se mueve y nos abandona […] Éste es el estado que nos es natural, y, sin embargo, el más contrario a nuestra inclinación; nos abrasa el deseo de hallar un firme asiento, y una base última constante para edificar allí una torre que se eleve hasta el infinito; mas todo nuestro fundamento cruje, y la tierra se abre hasta los abismos.
... Y sigo con los aforismos: 
Sufriente desconocido.—Las naturalezas grandiosas sufren de otro modo de lo que imaginan sus admiradores: sufren más amargamente por las bajas y mezquinas excitaciones de algunos malos momentos —dicho brevemente, por sus dudas acerca de su propia grandeza—, pero no tanto por los sacrificios y martirios que les exige su tarea. (…)
Desde el paraíso.—«El bien y el mal son los prejuicios de Dios» —así dijo la serpiente.
Sin vanidad.—Cuando amamos, queremos que nuestros defectos permanezcan ocultos —no tanto por vanidad cuanto para que el ser querido no sufra. El que ama, en efecto, quisiera parecerse a un Dios —aunque tampoco por vanidad.
¿Qué es lo que vuelve heroico?—Ir al encuentro al mismo tiempo de nuestro sufrimiento más amargo y de nuestra esperanza más elevada.
¿Qué dice tu conciencia?—«Debes llegar a ser el que eres.»
¿Qué es para ti lo más humano?—Ahorrarle la vergüenza a alguien.
¿Cuál es el sello de haber logrado la libertad?—No sentir ya vergüenza de uno mismo.
Aquí concluyo mi pequeño y particular homenaje al filósofo que marcó mi forma de contemplar las cosas para siempre. Es grande mi deuda para con Nietszche por todo lo que me lega: reafirmaciones respecto a mi persona y al mundo que me rodea, revisión sobre algunas de mis actitudes y las del resto, reflexiones y contraposición entre sus opiniones y las mías... Un auténtico ejercicio mental que se ha prolongado durante algo más de un mes. En ocasiones ha resultado arduo, incluso frustrante —sucede cada vez que se leen por escrito ciertas tristes verdadespero uno debe saber salir fortalecido. O ése es, por lo menos, el mensaje con el que me quedo cuando cierro el libro:
Si no descubro la prestidigitación del alquimista y convierto en oro los desechos, estoy perdido. Tengo la más bella ocasión de demostrar que “todos los acontecimientos me son útiles, todos los días santos y todos los hombres divinos”
Come sin prisas. 
Viaja todo cuanto puedas. 
Y lee... Lee muchísimo.

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