Una habitación propia, Virginia Woolf
Hace un año, aproximadamente por estas fechas, me encontraba leyendo la biografía de Virginia Woolf. Recuerdo como si fuera ayer los largos viajes en tren, la cabeza apoyada en la ventana y ese libro entre mis manos; sintiendo, a través del rabillo del ojo, el paisaje deslizarse velozmente a la luz del sol de la mañana. Qué tranquilidad me embargaba en esos instantes, mecida por el constante traqueteo, mientras permanecía ensimismada en una vida ajena y veía pedazos de la mía reflejados en ella.
Desde entonces, Virginia Woolf ha seguido muy presente en mi vida; bien a través del eco de sus frases en mi cabeza, bien a través de otras referencias por boca de artistas como, por ejemplo, Paula Bonet en los últimos meses. Tanto es así que, durante mucho tiempo, no podía pensar en otra cosa que no fuera leer otros títulos suyos, y las notas musicales de Las Horas ―película que despertó mi curiosidad y admiración por Woolf― continuaban taladrando mi cabeza persistentemente. Tenía esa espinita clavada y la llegada de Una habitación propia a mis manos ha sido el remedio para comenzar a extraerla...:
Como viene señalando la artista Paula Bonet en las numerosas entrevistas que ha concedido a raíz de la publicación de su última obra, La sed, yo también he ido despertando y cuestionándome más a menudo ciertas actitudes y comportamientos que, hasta hace muy poco tiempo, me pasaban desapercibidos. En los últimos dos años vengo experimentando una sensación de redescubrimiento, de un conocimiento más profundo de mí misma ―¿la crisis de la veintena?...― y replanteándome cuál y cómo es mi identidad: ¿qué rostro es el que ven los demás? ¿Refleja verdaderamente lo que llevo dentro? ¿Estoy viviendo correctamente, como debería hacerlo a mi edad? ¿Qué es lo que realmente deseo de aquí a cinco o diez años? ¿Cómo querría verme a mí misma en un futuro y hacia dónde, sin embargo, creo que me abocan las decisiones que estoy tomando?
Son sólo algunas de las múltiples preguntas que han poblado mi cabeza en los últimos meses, y la lectura de determinados libros ―¿Demasiado inteligente para ser feliz? de Jeanne Siaud-Facchi, Mujeres sin Maquillar, Virginia Woolf de Quentin Bell...― y poemas ―últimamente me ha venido mucho a la mente En construcción (Disculpen las molestias) de Marwan― no han hecho más que agravar esa "crisis", toda vez que han engrosado mi lista de preguntas y consiguientes reflexiones.
Era de esperar que en medio de semejante marejada emocional no tardara en asomar la condición femenina y mi relación, como mujer, con el mundo. La violencia cultural hacia la mitad de la población se me ha hecho más evidente que nunca y la he percibido en multitud de pequeños detalles en mi entorno: en el lenguaje, en los gestos... Ayer, sin ir más lejos, viví una situación muy desagradable en el metro cuando un hombre empezó a vociferar comentarios obscenos a una mujer que contaba animosamente lo que comía y había dejado de comer para perder varios kilos. Ninguna hicimos nada. Y yo me sentí muy violenta. Vi cómo se contraía la expresión de mi cara a través de mi reflejo en la ventana mientras me preguntaba: ¿por qué teníamos que soportar esa clase de situaciones? Por no hablar de las que sufren a diario mujeres y niñas en otras partes del mundo, donde la violencia y la barbarie se ensañan literalmente con ellas.
Así las cosas, recibí Una habitación propia cual bálsamo para las heridas. Los más escépticos y prejuiciosos desistirán de leer hasta el final el fragmento que sigue a continuación ―probablemente hayan abandonado ya la lectura de esta entrada―, pero es de los textos más brillantes que he leído nunca y que mejor expresan algunas de las causas de la situación actual:
Desde entonces, Virginia Woolf ha seguido muy presente en mi vida; bien a través del eco de sus frases en mi cabeza, bien a través de otras referencias por boca de artistas como, por ejemplo, Paula Bonet en los últimos meses. Tanto es así que, durante mucho tiempo, no podía pensar en otra cosa que no fuera leer otros títulos suyos, y las notas musicales de Las Horas ―película que despertó mi curiosidad y admiración por Woolf― continuaban taladrando mi cabeza persistentemente. Tenía esa espinita clavada y la llegada de Una habitación propia a mis manos ha sido el remedio para comenzar a extraerla...:
Obra publicada en 1929, Una habitación propia trata, básicamente, de la relación entre la condición femenina y la literatura, desde el punto de vista de una de las mejores y más singulares escritoras del siglo XX, Virginia Woolf (1882-1941), que volcó en cada una de sus páginas su inconfundible sensibilidad, el acervo de sus vivencias y su particular subjetividad. «Una mujer necesita dinero y una habitación propia para dedicarse a la literatura», proclama la autora al principio de estas páginas. Y toda aquella persona ―sea hombre o mujer― interesada por los siempre sutiles vínculos entre vida y creación artística no se arrepentirá de adentrarse en ellas.Este libro es una delicia para quienes pensamos a menudo en lo que significa ser mujer en este mundo, y lo único que lamento es que Virginia no desarrollara a lo largo de más páginas las brillantes reflexiones que aquí vuelca. La autora se sumerge en las entrañas de un mal sociocultural endémico ―la desigualdad de género― y va al encuentro de sus orígenes más primarios; lo expresa de una manera tan irrevocable y certera que no puedo por menos que limitarme a reproducir sus fragmentos; pero, antes, quiero señalar lo oportuna que ha sido para mí la lectura de Una habitación propia en estos momentos.
Como viene señalando la artista Paula Bonet en las numerosas entrevistas que ha concedido a raíz de la publicación de su última obra, La sed, yo también he ido despertando y cuestionándome más a menudo ciertas actitudes y comportamientos que, hasta hace muy poco tiempo, me pasaban desapercibidos. En los últimos dos años vengo experimentando una sensación de redescubrimiento, de un conocimiento más profundo de mí misma ―¿la crisis de la veintena?...― y replanteándome cuál y cómo es mi identidad: ¿qué rostro es el que ven los demás? ¿Refleja verdaderamente lo que llevo dentro? ¿Estoy viviendo correctamente, como debería hacerlo a mi edad? ¿Qué es lo que realmente deseo de aquí a cinco o diez años? ¿Cómo querría verme a mí misma en un futuro y hacia dónde, sin embargo, creo que me abocan las decisiones que estoy tomando?
Son sólo algunas de las múltiples preguntas que han poblado mi cabeza en los últimos meses, y la lectura de determinados libros ―¿Demasiado inteligente para ser feliz? de Jeanne Siaud-Facchi, Mujeres sin Maquillar, Virginia Woolf de Quentin Bell...― y poemas ―últimamente me ha venido mucho a la mente En construcción (Disculpen las molestias) de Marwan― no han hecho más que agravar esa "crisis", toda vez que han engrosado mi lista de preguntas y consiguientes reflexiones.
Era de esperar que en medio de semejante marejada emocional no tardara en asomar la condición femenina y mi relación, como mujer, con el mundo. La violencia cultural hacia la mitad de la población se me ha hecho más evidente que nunca y la he percibido en multitud de pequeños detalles en mi entorno: en el lenguaje, en los gestos... Ayer, sin ir más lejos, viví una situación muy desagradable en el metro cuando un hombre empezó a vociferar comentarios obscenos a una mujer que contaba animosamente lo que comía y había dejado de comer para perder varios kilos. Ninguna hicimos nada. Y yo me sentí muy violenta. Vi cómo se contraía la expresión de mi cara a través de mi reflejo en la ventana mientras me preguntaba: ¿por qué teníamos que soportar esa clase de situaciones? Por no hablar de las que sufren a diario mujeres y niñas en otras partes del mundo, donde la violencia y la barbarie se ensañan literalmente con ellas.
Así las cosas, recibí Una habitación propia cual bálsamo para las heridas. Los más escépticos y prejuiciosos desistirán de leer hasta el final el fragmento que sigue a continuación ―probablemente hayan abandonado ya la lectura de esta entrada―, pero es de los textos más brillantes que he leído nunca y que mejor expresan algunas de las causas de la situación actual:
Para ambos sexos (…) la vida es ardua, difícil, una lucha perpetua. Exige un coraje y una fuerza de gigante. Más que nada, quizá, siendo como somos hijos de la ilusión, exige confianza en uno mismo. Sin esa confianza somos como recién nacidos en la cuna. ¿Cómo podemos desarrollar, lo más deprisa posible, esa cualidad imponderable y sin embargo tan valiosa? Pensando que otros son inferiores a nosotros. Sintiendo que uno tiene una superioridad innata sobre los demás, ya sea la riqueza, el rango, una nariz recta o el retrato de un abuelo pintado por Romney, porque los patéticos mecanismos de la imaginación humana son infinitos. De ahí la importancia capital para el patriarca que debe conquistar, que debe gobernar, el creer que mucha gente, la mitad de la humanidad, es por naturaleza inferior a él. Ésa debe de ser una de las principales fuentes de su poder. Pero ¿y si aplicáramos la luz de esta observación a su vida real? ¿Ayudaría a desentrañar algunos de esos enigmas psicológicos que observamos en los márgenes de la vida cotidiana? (…) Las mujeres han servido durante siglos como espejos dotados del mágico y delicioso poder de reflejar la figura del hombre duplicando su tamaño natural. A falta de ese poder es posible que el mundo siguiera siendo pantano y jungla. Las glorias de todas nuestras batallas serían desconocidas. Seguiríamos tallando la silueta de un venado en los restos de unos huesos de cordero y trocando puntas de sílex por pieles de oveja o cualquier sencillo ornamentado que agradara a nuestro gusto poco refinado. Jamás habrían existido los superhombres y los Dedos del Destino. El zar y el káiser nunca habrían lucido sus coronas o las habrían perdido. Al margen de su utilidad en las sociedades civilizadas, los espejos son esenciales para toda acción violenta y heroica. Por eso Napoléon y Mussolini han insistido tanto en la inferioridad de las mujeres; porque si no fueran inferiores, ellos dejarían de agrandarse. Esto explica en parte la necesidad que los hombres tienen de las mujeres. Y explica también por qué sus críticas les inquietan tanto; por qué ellas no pueden decirles que tal libro es malo, tal cuadro flojo, o lo que sea, sin causar mucho más dolor y suscitar mucho más encono del que suscitarían las mismas críticas formuladas por un hombre. Y es que cuando las mujeres empiezan a decir la verdad, la figura del espejo se encoge; su aptitud para la vida disminuye. ¿Cómo va a seguir el hombre impartiendo justicia, civilizando indígenas, redactando leyes, escribiendo libros, vistiéndose para pronunciar discursos en los banquetes, si no se ve, al menos en el desayuno y en la cena, duplicado en su tamaño natural? Así lo pensé, mientras desmenuzaba el pan y removía el café, observando de vez en cuando a la gente que pasaba por la calle. La imagen del espejo es de suma importancia, puesto que aumenta la vitalidad y estimula el sistema nervioso. Sin ella, el hombre puede morir, como el adicto privado de su cocaína. Bajo el hechizo de esta ilusión, pensé, mirando por la ventana, sale a trabajar la mitad de la gente que pasa por la calle. Se ponen sus abrigos y sus sombreros bajo la grata luz de esa ilusión. Comienzan el día con confianza, con ánimo, creyéndose deseados a la hora del té en casa de la señorita Smith; entran en la sala diciéndose: soy superior a la mitad de las personas que están aquí, y por eso hablan con ese aplomo, con esa seguridad que tan profundas consecuencias ha tenido en la vida pública y tan curiosas notas al margen ha suscitado en el pensamiento privado.No tengo palabras para expresar lo que sentí al leer esto. Sólo sé que lo viví como un mazazo que, de golpe y porrazo, me abría completamente los ojos a una realidad que había observado hasta entonces con la mirada entornada. Pero Virginia no pretendía con sus palabras enfrentar o enemistar a un sexo con otro, sino evidenciar la necesidad de cooperación y la presencia de ambos en la mente de los individuos:
(...)
Es asombroso, pensé, mientras me guardaba las monedas en el bolso, al recordar la amargura de aquellos días, el cambio de ánimo que trae consigo la percepción de una renta fija. Ninguna fuerza en el mundo puede arrebatarme mis quinientas libras. Comida, casa y vestido son míos para siempre. Así, no sólo el esfuerzo y el trabajo cesaron para mí, sino también el odio y la amargura. No necesito odiar a ningún hombre; no puede hacerme daño. No necesito halagar a ningún hombre, no tiene nada que ofrecerme. Imperceptiblemente fui adoptando una actitud distinta hacia la otra mitad de la humanidad. Era absurdo echar la culpa a una clase social o a un sexo en su conjunto. Las masas nunca son responsables de sus actos. Se mueven por instintos que escapan a su control. También ellos, los patriarcas, los profesores, afrontan un sinfín de dificultades y deben sortear numerosos obstáculos. Su educación ha sido en ciertos aspectos tan deficiente como la mía. Ha causado en ellos defectos igual de grandes. Cierto es que tenían dinero y poder, pero sólo a costa de albergar en su pecho un águila, un buitre que les arrancaba el hígado y les picoteaba los pulmones eternamente: el instinto de posesión, el furor que los llevaba a codiciar sin descanso las tierras y los bienes ajenos; a construir fronteras y banderas, buques de guerra y gases venenosos; a ofrecer sus propias vidas y las vidas de sus hijos. (…) Pensé que debía de ser muy desagradable albergar tales instintos. Son fruto de las condiciones de vida, de la falta de civilización, me dije, fijándome en la estatua del duque de Cambridge, sobre todo en las plumas de su sombrero de tres picos, con un interés inédito en mí. Al caer en la cuenta de estos obstáculos, el miedo y el rencor se transformaron gradualmente en compasión y tolerancia; y al cabo de uno o dos años, la compasión y la tolerancia también desaparecieron y se produjo la mayor liberación de todas, que es la libertad de pensar en las cosas tal como son. Ese edificio, sin ir más lejos, ¿me gusta o no me gusta? Ese cuadro ¿es bonito o no lo es? Ese libro ¿es a mi juicio bueno o no? (…)
(...) lo natural es que los sexos cooperen entre sí. Albergamos un instinto, profundo aunque irracional, a favor de la teoría que la unión del hombre y la mujer posibilita la máxima satisfacción, la felicidad más plena. Sin embargo, la imagen de la pareja subiendo al taxi y la satisfacción que me proporcionó también me llevó a preguntarme si hay dos sexos mentales correspondientes a los dos sexos físicos, y si también ellos necesitan estar unidos para obtener una satisfacción y una felicidad plenas. Y procedí a esbozar, sin ningún rigor, un plano del alma, según el cual cada uno de nosotros está gobernado por dos fuerzas, una masculina y otra femenina; y en el cerebro masculino predomina el hombre sobre la mujer, mientras que en el femenino predomina la mujer sobre el hombre. El estado normal y agradable se produce cuando ambas fuerzas conviven en armonía y cooperan espiritualmente. Aunque uno sea un hombre, la parte femenina de su cerebro debe seguir funcionando; lo mismo que una mujer debe relacionarse con su parte masculina. Es posible que Coleridge se refiriera a esto cuando afirmó que las grandes mentes son andróginas. Sólo cuando se produce esta fusión la mente se fertiliza plenamente y hace uso de todas sus facultades. Puede que una mente puramente masculina sea tan poco capaz de crear como una mente puramente femenina, pensé. (...)Ésos serían, creo, los fragmentos más notorios del libro; ésos y las últimas cinco páginas del mismo, que configuran un delicioso cierre a una disertación compleja y fascinante, muy necesaria en las escuelas. Discrepancias aparte con el análisis que Virginia Woolf hace sobre Charlotte Brontë y su obra Jane Eyre, y con otros comentarios suyos respecto a algunos autores ―para mí, Tolstói es precisamente un gran ejemplo de artista andrógino―, creo que Una habitación propia es una joya literaria y filosófica más actual que nunca. Agradezco profundamente que haya caído en mis manos en esta etapa de mi vida y contribuido a expandir un poco más los límites de mi pensamiento. Esta lectura me hace sentir todavía más próxima y afín a Virginia Woolf, que desde hace algo más de un año es ya un referente literario y vital para mí.
Al decir que las grandes mentes son andróginas, Coleridge no se refería, por supuesto, a una mente que alberga una simpatía especial por las mujeres; a una mente que hace suya la causa de las mujeres o se entrega a su interpretación. Quizá la mente andrógina esté menos dotada que la mente unisexual para establecer este tipo de distinciones. Quizá se refiera a que la mente andrógina es resonante y porosa; a que transmite emociones sin traba; a que es por naturaleza creativa, incandescente e indivisa.
Coraje, parece decirme su mirada perdida, ausente y soñadora en la cubierta del libro. Coraje para ser uno mismo.
Tendrás que explorar todo eso (…) sosteniendo tu antorcha con firmeza. Tendrás que iluminar sobre todo tu propia alma, sus profundidades y su superficie, sus vanidades y su generosidad, y decir qué significa para ti tu belleza o tu fealdad, y cuál es tu relación con ese mundo, eternamente cambiante (…)
Come sin prisas.
Viaja todo cuanto puedas.
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