Lolita, de Vladimir Nabokov (¡Spoilers!)
Llevo un par de días enfrentándome a la complicadísima tarea de reseñar ―si es que esto puede considerarse una reseña, pues Lolita da para mucho más―, la que hasta ahora ha sido la novela más cruda y compleja que he leído nunca. «Lo. Li. Ta.»
La historia de la pequeña Lo llegó a mis manos («Pero en mis brazos siempre fue Lolita…») gracias a la adaptación que, en 1997, Adrian Lyne llevó magistralmente al cine ―en mi opinión, una de las mejores adaptaciones que se han llevado a cabo en la gran pantalla y muy superior a aquélla que realizara Kubrick en 1962, pero hablaré de ello más adelante― y en la que gran parte de su éxito radica en la acertadísima y excelente elección de los actores: un brillante y conmovedor Jeremy Irons y una desgarradora Dominique Swain en los papeles de Humbert y Lolita respectivamente, así como en una preciosa y melancólica banda sonora a cargo de Ennio Morricone. Recuerdo que la película me impactó tanto y me pareció tan repleta de matices que leer la novela en que se basaba se me antojó imperativo, especialmente tratándose su autor de un escritor ruso. Ya entonces se me pasó por la cabeza dedicar una entrada del blog al análisis de la historia reflejada en la película, pero decidí esperar a poder disfrutar de su lectura. Hice bien, porque en absoluto esperaba yo que la fuente original me provocara reacciones y sentimientos muy alejados de los que me suscitó el filme, lo cual no hace sino ampliar mi visión respecto a Lolita y elevar, aún más si cabe, el grado de complejidad de esta historia. Pero vayamos por partes. Como digo, Lolita merece realmente todo un análisis.
La historia de la obsesión de Humbert Humbert, un profesor cuarentón, por la doceañera Lolita es una extraordinaria novela de amor en la que intervienen dos componentes explosivos: la atracción «perversa» por las nínfulas y el incesto. Un itinerario a través de la locura y la muerte, que desemboca en una estilizadísima violencia, narrado, a la vez con autoironía y lirismo desenfrenado, por el propio Humbert Humbert. Lolita es también un retrato ácido y visionario de los Estados Unidos, de los horrores suburbanos y de la cultura del plástico y del motel. En resumen, una exhibición deslumbrante de talento y humor a cargo de un escritor que confesó que le hubiera encantado filmar los picnics de Lewis Carroll.
Para empezar, me gustaría detenerme en la propia sinopsis. ¿No advierten algo inquietante? Es algo en lo que yo no había reparado hasta que terminé de leer la novela. Es el uso de las palabras «obsesión» y «amor» a modo de sinónimos o equivalentes. Porque Lolita no es una historia de amor. Si acaso de un sentimiento completamente unilateral y unidireccional por parte de Humbert, pero hablar de amor en Lolita es hacer pasar una obsesión tóxica y enfermiza por algo inofensivo, tierno, puro y verdadero ―lo cual no hace sino perpetuar la idea que tratan de vendernos autores como Federico Moccia (A tres metros sobre el cielo), Stephanie Meyer (Crepúsculo) o E.L. James (50 Sombras de Grey)―. Pero todavía más burdo me parece hablar en esos términos cuando los picnics de Lewis Carroll que a Nabokov «le hubiera encantado filmar» eran situaciones que Carroll organizaba para quedarse a solas con niñas y, en ocasiones, retratarlas desnudas ―no es ningún secreto: si buscan información relativa al autor de Alicia en el País de las Maravillas, verán que hay mucho escrito sobre su obsesión por las menores―.
Del mismo modo me choca enormemente leer las palabras con que algunos críticos se refieren a Lolita: «Ningún amante ha pensado en su amada con tanta ternura, ninguna mujer ha sido tan embelesadamente evocada, con tanta gracia y delicadeza, como Lolita», o «La obra más satisfactoria ―quizá la única satisfactoria― de la literatura erótica que haya leído […]». Especialmente esta última me resulta hasta insultante: ver erotismo en un relato que provoca en mayor medida repulsión, que es la antítesis de lo erótico, es haber leído la obra y no percibir en ella ningún delito.
Empecemos por ella, Lolita. Es cierto que es Lolita la que provoca a un Humbert que lleva años tratando de reprimir su atracción sexual por las que él llama «nínfulas», pero no por provocarle debemos considerarla culpable. Para entender esto es necesario conocer las circunstancias personales de Lo y que la empujan a actuar de esa manera. Para empezar, Lolita carece de una figura paterna en su familia, puesto que su padre falleció. Su madre no siente el menor afecto por ella y apenas le presta atención ―si acaso para regañarla―, trata constantemente de alejarla de sí enviándola a campamentos y pretendiendo que, al finalizar el verano, Lolita ingrese en un internado y posteriormente en la universidad, de manera que Lolita no permanezca más en casa. En esos mismos campamentos, multitud de chicos y chicas a las puertas de la pubertad comienzan a experimentar sexualmente, y Lo no permanece ajena a ello. Por otro lado, la propia edad de Lolita (doce años) es un factor fundamental por dos razones: la primera, ya mencionada, es el inicio de su etapa adolescente con los consecuentes cambios físicos y emocionales, el despertar de su curiosidad sexual; la segunda, la inmadurez e inconsciencia propias de su edad para discernir el significado y las consecuencias de lo que está haciendo.
Prueba determinante de esa inconsciencia es el cambio de actitud radical que experimenta tras su primera relación íntima con Humbert y que ella misma alienta creyendo que se trata de un inocente juego («Era muy curioso el hecho ―que persistió largo tiempo― de que [Lo] considerara todas las caricias, salvo los besos en la boca y el acto sexual, como una «bobería romántica» o algo «anormal», explica Humbert). Su actitud provocadora da paso a un estado de frialdad y mal humor continuos y a la repentina necesidad de contactar con su madre. De la noche a la mañana, Lolita comienza a ser consciente de la magnitud de los hechos y descubre que no le gusta (a partir de ese momento, no será ella la que busque ni inicie las relaciones sexuales). La desgracia de Lolita cae sobre ella como una losa al revelarle Humbert que su madre ha muerto, situación de vulnerabilidad y desamparo de la que él se aprovecha descaradamente: «Era huérfana. Una niña que carecía de familia, absolutamente desamparada, con la cual un adulto de cuerpo vigoroso y mente lasciva había tenido intensas relaciones sexuales tres veces aquella mismísima mañana» y «En el hotel pedimos habitaciones separadas, pero en mitad de la noche vino a la mía sollozando, e hicimos el amor sin prisas. Es que la pobre no tenía ningún otro sitio adonde ir, ¿comprenden?».
Lolita no buscará ni iniciará esos encuentros íntimos, pero los consentirá con fines propios. Sabedora de la infinita adoración de Humbert hacia ella, sacará tajada de ello para preparar su huida, pues exigirá sumas de dinero cada vez mayores a cambio de cada acto que posteriormente esconderá y guardará celosamente. Comenzará a urdir un plan para escapar a la menor oportunidad. Aunque tampoco podía negarse Lolita a mantener esas relaciones puesto que Humbert la chantajeaba con frecuencia (si Lo quería unas monedas para la gramola, antes debía complacer a Humbert; si quería un vestido nuevo, también; si se rebelaba contra Humbert, éste la amenazaba y asustaba con enviarla a un lugar mucho peor...). Imagino la desesperación, rabia e impotencia que debían de estar consumiéndola por dentro y se me parte el corazón («[...] cada noche ―todas y cada una de las noches― Lolita se echaba a llorar no bien me fingía dormido», «Hubo un día en que […] pude ver desde el cuarto de baño […] una expresión de su rostro. No puedo describirla con exactitud, pero manifestaba un desamparo tan absoluto, que parecía diluirse en una nueva expresión, ésta más bien de confortable inanidad […]», «Recuerdo ciertos momentos [...] en los que, tras haber gozado de ella [...] sus graves ojos grises parecían más ausentes que nunca [...]»).
Así que ahí lo tienen: la falta de un referente familiar a seguir y que le explicara y acompañara en los cambios relevantes de la vida, así como la necesidad de sentirse amada y atendida, sumadas a la frágil edad de Lolita, constituyen los ingredientes de un cóctel explosivo que estalló en las manos equivocadas. Equivocadas porque cuando Lolita besa a Humbert, cuando ella le sugiere "jugar a un juego" que le han enseñado en el campamento, Humbert debía decir «no». Si la amaba, debía decir «no», negarse, explicarle que eso no estaba bien entre un adulto y una menor, porque un niño carece de la madurez suficiente para discernir cuándo y con quién esas caricias son sinceras, adecuadas, inofensivas, libres de maldad y de perversión, sanas, inocentes. Pero sobre todo, porque un niño no tiene la capacidad de defenderse ante un adulto, lo cual multiplica su vulnerabilidad.
Prueba determinante de esa inconsciencia es el cambio de actitud radical que experimenta tras su primera relación íntima con Humbert y que ella misma alienta creyendo que se trata de un inocente juego («Era muy curioso el hecho ―que persistió largo tiempo― de que [Lo] considerara todas las caricias, salvo los besos en la boca y el acto sexual, como una «bobería romántica» o algo «anormal», explica Humbert). Su actitud provocadora da paso a un estado de frialdad y mal humor continuos y a la repentina necesidad de contactar con su madre. De la noche a la mañana, Lolita comienza a ser consciente de la magnitud de los hechos y descubre que no le gusta (a partir de ese momento, no será ella la que busque ni inicie las relaciones sexuales). La desgracia de Lolita cae sobre ella como una losa al revelarle Humbert que su madre ha muerto, situación de vulnerabilidad y desamparo de la que él se aprovecha descaradamente: «Era huérfana. Una niña que carecía de familia, absolutamente desamparada, con la cual un adulto de cuerpo vigoroso y mente lasciva había tenido intensas relaciones sexuales tres veces aquella mismísima mañana» y «En el hotel pedimos habitaciones separadas, pero en mitad de la noche vino a la mía sollozando, e hicimos el amor sin prisas. Es que la pobre no tenía ningún otro sitio adonde ir, ¿comprenden?».
Lolita no buscará ni iniciará esos encuentros íntimos, pero los consentirá con fines propios. Sabedora de la infinita adoración de Humbert hacia ella, sacará tajada de ello para preparar su huida, pues exigirá sumas de dinero cada vez mayores a cambio de cada acto que posteriormente esconderá y guardará celosamente. Comenzará a urdir un plan para escapar a la menor oportunidad. Aunque tampoco podía negarse Lolita a mantener esas relaciones puesto que Humbert la chantajeaba con frecuencia (si Lo quería unas monedas para la gramola, antes debía complacer a Humbert; si quería un vestido nuevo, también; si se rebelaba contra Humbert, éste la amenazaba y asustaba con enviarla a un lugar mucho peor...). Imagino la desesperación, rabia e impotencia que debían de estar consumiéndola por dentro y se me parte el corazón («[...] cada noche ―todas y cada una de las noches― Lolita se echaba a llorar no bien me fingía dormido», «Hubo un día en que […] pude ver desde el cuarto de baño […] una expresión de su rostro. No puedo describirla con exactitud, pero manifestaba un desamparo tan absoluto, que parecía diluirse en una nueva expresión, ésta más bien de confortable inanidad […]», «Recuerdo ciertos momentos [...] en los que, tras haber gozado de ella [...] sus graves ojos grises parecían más ausentes que nunca [...]»).
Así que ahí lo tienen: la falta de un referente familiar a seguir y que le explicara y acompañara en los cambios relevantes de la vida, así como la necesidad de sentirse amada y atendida, sumadas a la frágil edad de Lolita, constituyen los ingredientes de un cóctel explosivo que estalló en las manos equivocadas. Equivocadas porque cuando Lolita besa a Humbert, cuando ella le sugiere "jugar a un juego" que le han enseñado en el campamento, Humbert debía decir «no». Si la amaba, debía decir «no», negarse, explicarle que eso no estaba bien entre un adulto y una menor, porque un niño carece de la madurez suficiente para discernir cuándo y con quién esas caricias son sinceras, adecuadas, inofensivas, libres de maldad y de perversión, sanas, inocentes. Pero sobre todo, porque un niño no tiene la capacidad de defenderse ante un adulto, lo cual multiplica su vulnerabilidad.
La situación de Humbert no es, sin embargo, menos complicada. Pero antes de proseguir, considero necesario aclarar la diferencia entre los términos «pedófilo» y «pederasta». El pedófilo es aquella persona que se siente atraída sexualmente por los niños; el pederasta es el que abusa de ellos. Contrariamente a lo que cabría pensar, el pedófilo no se convierte necesariamente en un pederasta ni el pederasta es necesariamente un pedófilo. Hace mucho tiempo leí un estudio ―no he logrado encontrarlo para citarlo aquí―, del que se desprendía que el porcentaje de pedófilos que llegaban a abusar de niños era ínfimo, pues la mayor parte de ellos se horrorizaba al descubrir su atracción por los menores y trataba de reprimirse, sin atreverse tampoco a pedir ayuda. Un porcentaje considerable, de hecho, se suicidaba. El pederasta, por su parte, aunque lo lógico es pensar que debe de haber una pedofilia detrás, puede abusar de un menor simplemente por el deseo, por ejemplo, de hacer daño a la madre, sin necesidad de que haya atracción sexual de por medio. Conviene tener esto claro porque, bien mirado y analizado, Humbert se ajusta más al perfil de pedófilo que de pederasta aún habiendo mantenido una relaciones sexuales forzosamente consentidas con Lolita.
Décadas de autorepresión y sufrimiento han llevado a Humbert a tal estado de desesperación que se siente incapaz de negarse cuando delante de sus ojos contempla, como a un paraíso, el anhelo de toda su vida hecho realidad, convertido en algo palpable, tangible, al alcance de su mano. Una cuestión me planteo aquí: el pedófilo ¿nace o se hace? En el caso de Humbert, ignoro si tendría alguna predisposición o inclinación desde que nació ―si bien él se refiere en más de una ocasión a su «naturaleza maldita»―, pero lo que está claro es que un hecho determinante en su infancia marca el resto de su vida: «(...) Lolita no hubiera podido existir para mí si un verano no hubiese amado a otra niña iniciática». Esa otra niña es Annabel, de quien Humbert se enamora desesperadamente cuando ambos tenían doce años y con quien no pudo consumar su amor. La imagen de ella tendida en la arena de la playa es algo que se le quedaría grabado por siempre: «[…] el deseo, la quemazón, el néctar de aquel cáliz y la dolorosa tensión quedaron para siempre conmigo, y aquella chiquilla de miembros dorados como la arena de playa y lengua ardiente me tuvo hechizado hasta que, al fin, veinticuatro años después, rompí el hechizo reencarnándola en otra.»
Lolita es el pecado de Humbert («Pecado mío, alma mía.»), es su punto de inflexión. Hasta Lolita, Humbert nunca había tocado a una menor. Pasa toda su vida reprimiendo sus impulsos, goza mirando a las más pequeñas, por quienes siente una atracción meramente sexual, pero nunca se atreve a sobrepasar los límites. Es muy consciente de su perversión y él es el primero en sufrir por ello, razón por la que llega un punto en que decide ingresar voluntariamente en un sanatorio. Ni siquiera cuando conoce a Lolita piensa en perturbar su inocencia; fantasea con ella, en su imaginación urde planes incluso sobre cómo asesinar a Charlotte, la madre de Lo, para quedarse a solas con la niña, o sobre adormecer a las dos mediante pastillas para poder gozar de Lolita, pero no hace nada. Sólo cuando Charlotte muere muy oportunamente para Humbert, éste traza sus planes respecto a Lolita en los próximos años. Incluso en la primera noche que pasan juntos él tiene serias dificultades para tocarla, como tenía planeado. Pero la mañana siguiente ella se le insinúa y eso se convierte en la perdición para ambos.
Sin embargo, cuando Lolita desaparece y Humbert pasa un largo tiempo solo, él mismo confiesa ser muy consciente de no haberse curado de su «naturaleza maldita» y nos revela al mismo tiempo su miedo de volver a tocar a una niña: «Sería un mentiroso si dijera, y el lector muy tonto si lo creyera, que la conmoción producida por la pérdida de Lolita me curó de la pasión por las nínfulas. Mi naturaleza maldita no podía cambiar [...] Pero una visión mental que había sido esencial para mí se había desvanecido: nunca volví a acariciar la esperanza de gozar de una jovencita, específica o genérica [...] temía que el vacío en que vivía por aquel entonces me hiciera zambullirme en la libertad que da un súbito acceso de locura si el azar hiciera que tuviera una tentación en alguna callejuela solitaria entre la hora de salir de la escuela y la cena.»
Por eso considero que Humbert se ajusta más al perfil de pedófilo que de pederasta: tiende más a reprimirse que a desatarse. De hecho, sólo se desata con una única persona, y sólo desea lo que desea con una única persona: Lolita es su excepción.
Lo curioso de la adaptación al cine que he mencionado más arriba es que resulta mucho más fácil compadecer y empatizar con Humbert en la película que en el libro. Ello se debe en gran parte, por un lado, a la magnífica interpretación de Jeremy Irons, que dota al personaje de más humanidad y carga emocional; por otro, y he aquí el quid de la cuestión, a que en la película no es posible reflejar todos los pensamientos que Humbert nos expone abiertamente en la novela. Tales pensamientos nos muestran en el libro a un Humbert menos humano, que casi siempre se refiere a las mujeres maduras de forma muy despectiva («vieja foca», «odiosa solterona», «gorda ramera»), que ignora los deseos y estados de ánimo de Lolita para poder seguir gozando de ella sin pensar en el arrepentimiento y culpa que le embargan («[...] en aquella ocasión, al igual que en todas similares, obré según mi costumbre, que era ignorar los estados de ánimo de Lolita y consolar las heridas que causaban a mi alma envilecida.»), que chantajea a la pobre Lo, que siente celos enfermizos si ella se relaciona con otros chicos de su edad, que la controla a todas horas y le llega a impedir ciertas actividades para tenerla bajo su dominio, que no duda en referirse a ella como «mi zorra» o «putilla», que incluso fantasea con la idea de tener una hija con Lolita y gozar de ella cuando su madre ya no sea una nínfula nunca más, y lo mismo con la hija de la hija. Todo eso no se aprecia en la película o, al menos, no en las mismas proporciones que en la novela, que no hace sino provocar en el lector una gran repugnancia hacia Humbert, tal y como describe él su vida junto a Lolita. En multitud de ocasiones, Humbert trata de ganarse la aprobación del lector aportando ejemplos de otras civilizaciones; argumentando que, en el pasado, formaba parte de las normas y convenciones de la época el mantener relaciones con menores, o hablando de la diabólica y seductora «magia de las nínfulas». Pero eso no hace sino alejarnos todavía más de él y eliminar los pequeños rastros de compasión que, en contadas ocasiones, puede suscitarnos. Es un sentimiento que el propio Vladimir Nabokov, bajo pseudónimo, describe muy bien en el prólogo:
Llegados a este punto, insisto: ¿serían capaces de calificar a Lolita de «novela de amor»? ¿La podrían encontrar erótica?...
Como llevo comentando desde el principio y como estoy tratando de demostrar en cada párrafo, Lolita es una historia complejísima. Es de ésas que permanecen rondando por tu cabeza durante un tiempo. Si, por el motivo que sea, no se atreven con el libro ―ya sé que lo he destripado por completo, y eso que aún me dejo cosas en el tintero, como el obsceno personaje de Clare Quilty y que tiene fascinada a Lolita, pero ello no les impedirá leer con interés la novela. Yo misma la leí habiendo visto antes la película―, vean la película de 1997 de Adrian Lyne. No es mi intención ningunear a Kubrick, pero ni tan siquiera fui capaz de acabar su versión (quizá otro día...): me pareció que no reflejaba en absoluto la esencia de Lolita y que la vestían y caracterizaban como a una mujercita que nada tiene que ver con la descrita por Nabokov.
Es una novela muy cruda de leer; pero, por mucho que en el epílogo Nabokov niegue intenciones moralizantes, «en este punzante estudio personal se encierra una lección general; la niña descarriada, la madre egotista, el anheloso maníaco no son tan sólo los protagonistas vigorosamente retratados de una historia única: nos previenen contra peligrosas tendencias, señalan males potenciales» y nos hace reflexionar a todos nosotros sobre «la tarea de lograr una generación mejor en un mundo más seguro», que son frases extraídas del epílogo de Lolita (escrito curiosamente también por Nabokov bajo pseudónimo). Por eso, aunque no resulte agradable, creo que es una novela necesaria.
Décadas de autorepresión y sufrimiento han llevado a Humbert a tal estado de desesperación que se siente incapaz de negarse cuando delante de sus ojos contempla, como a un paraíso, el anhelo de toda su vida hecho realidad, convertido en algo palpable, tangible, al alcance de su mano. Una cuestión me planteo aquí: el pedófilo ¿nace o se hace? En el caso de Humbert, ignoro si tendría alguna predisposición o inclinación desde que nació ―si bien él se refiere en más de una ocasión a su «naturaleza maldita»―, pero lo que está claro es que un hecho determinante en su infancia marca el resto de su vida: «(...) Lolita no hubiera podido existir para mí si un verano no hubiese amado a otra niña iniciática». Esa otra niña es Annabel, de quien Humbert se enamora desesperadamente cuando ambos tenían doce años y con quien no pudo consumar su amor. La imagen de ella tendida en la arena de la playa es algo que se le quedaría grabado por siempre: «[…] el deseo, la quemazón, el néctar de aquel cáliz y la dolorosa tensión quedaron para siempre conmigo, y aquella chiquilla de miembros dorados como la arena de playa y lengua ardiente me tuvo hechizado hasta que, al fin, veinticuatro años después, rompí el hechizo reencarnándola en otra.»
Lolita es el pecado de Humbert («Pecado mío, alma mía.»), es su punto de inflexión. Hasta Lolita, Humbert nunca había tocado a una menor. Pasa toda su vida reprimiendo sus impulsos, goza mirando a las más pequeñas, por quienes siente una atracción meramente sexual, pero nunca se atreve a sobrepasar los límites. Es muy consciente de su perversión y él es el primero en sufrir por ello, razón por la que llega un punto en que decide ingresar voluntariamente en un sanatorio. Ni siquiera cuando conoce a Lolita piensa en perturbar su inocencia; fantasea con ella, en su imaginación urde planes incluso sobre cómo asesinar a Charlotte, la madre de Lo, para quedarse a solas con la niña, o sobre adormecer a las dos mediante pastillas para poder gozar de Lolita, pero no hace nada. Sólo cuando Charlotte muere muy oportunamente para Humbert, éste traza sus planes respecto a Lolita en los próximos años. Incluso en la primera noche que pasan juntos él tiene serias dificultades para tocarla, como tenía planeado. Pero la mañana siguiente ella se le insinúa y eso se convierte en la perdición para ambos.
Sin embargo, cuando Lolita desaparece y Humbert pasa un largo tiempo solo, él mismo confiesa ser muy consciente de no haberse curado de su «naturaleza maldita» y nos revela al mismo tiempo su miedo de volver a tocar a una niña: «Sería un mentiroso si dijera, y el lector muy tonto si lo creyera, que la conmoción producida por la pérdida de Lolita me curó de la pasión por las nínfulas. Mi naturaleza maldita no podía cambiar [...] Pero una visión mental que había sido esencial para mí se había desvanecido: nunca volví a acariciar la esperanza de gozar de una jovencita, específica o genérica [...] temía que el vacío en que vivía por aquel entonces me hiciera zambullirme en la libertad que da un súbito acceso de locura si el azar hiciera que tuviera una tentación en alguna callejuela solitaria entre la hora de salir de la escuela y la cena.»
Por eso considero que Humbert se ajusta más al perfil de pedófilo que de pederasta: tiende más a reprimirse que a desatarse. De hecho, sólo se desata con una única persona, y sólo desea lo que desea con una única persona: Lolita es su excepción.
Lo curioso de la adaptación al cine que he mencionado más arriba es que resulta mucho más fácil compadecer y empatizar con Humbert en la película que en el libro. Ello se debe en gran parte, por un lado, a la magnífica interpretación de Jeremy Irons, que dota al personaje de más humanidad y carga emocional; por otro, y he aquí el quid de la cuestión, a que en la película no es posible reflejar todos los pensamientos que Humbert nos expone abiertamente en la novela. Tales pensamientos nos muestran en el libro a un Humbert menos humano, que casi siempre se refiere a las mujeres maduras de forma muy despectiva («vieja foca», «odiosa solterona», «gorda ramera»), que ignora los deseos y estados de ánimo de Lolita para poder seguir gozando de ella sin pensar en el arrepentimiento y culpa que le embargan («[...] en aquella ocasión, al igual que en todas similares, obré según mi costumbre, que era ignorar los estados de ánimo de Lolita y consolar las heridas que causaban a mi alma envilecida.»), que chantajea a la pobre Lo, que siente celos enfermizos si ella se relaciona con otros chicos de su edad, que la controla a todas horas y le llega a impedir ciertas actividades para tenerla bajo su dominio, que no duda en referirse a ella como «mi zorra» o «putilla», que incluso fantasea con la idea de tener una hija con Lolita y gozar de ella cuando su madre ya no sea una nínfula nunca más, y lo mismo con la hija de la hija. Todo eso no se aprecia en la película o, al menos, no en las mismas proporciones que en la novela, que no hace sino provocar en el lector una gran repugnancia hacia Humbert, tal y como describe él su vida junto a Lolita. En multitud de ocasiones, Humbert trata de ganarse la aprobación del lector aportando ejemplos de otras civilizaciones; argumentando que, en el pasado, formaba parte de las normas y convenciones de la época el mantener relaciones con menores, o hablando de la diabólica y seductora «magia de las nínfulas». Pero eso no hace sino alejarnos todavía más de él y eliminar los pequeños rastros de compasión que, en contadas ocasiones, puede suscitarnos. Es un sentimiento que el propio Vladimir Nabokov, bajo pseudónimo, describe muy bien en el prólogo:
Sin duda, [Humbert] es un hombre horrible, abyecto, un ejemplo flagrante de lepra moral, una mezcla de ferocidad y jocosidad que acaso revele una suprema desdicha, pero que no puede resultar atractiva. (...) Cierta desesperada honradez que vibra en su confesión no le absuelve de pecados de diabólica astucia. Es anormal. No es un caballero. Pero ¡con qué magia su violín armonioso conjura en nosotros una ternura, una compasión hacia Lolita que hace que nos sintamos fascinados por el libro al mismo tiempo que abominamos de su autor!En efecto, los sentimientos de arrepentimiento y culpabilidad, la certeza de que está cometiendo un crimen, el más grande de los delitos, revolotean constantemente alrededor de Humbert, pero ello no le detiene. Al final, cuando comprende que ha perdido a Lolita y se lamenta de todo el mal que le ha causado, afirma en repetidas ocasiones que él la ama, la ama por encima de todas las cosas aunque ella, ya con diecisiete años, haya perdido su encanto de nínfula, y le propone incluso volver con él, con las habituales promesas de cambio («Habría hecho que todo fuera distinto») y llorando ―como lloran de arrepentimiento muchos maltratadores también y que luego maltratan una vez más―. En estos momentos en los que vemos a un Humbert totalmente destrozado, cuya forma de narrarnos sus sentimientos es realmente conmovedora y devastadora, es cuando nos conviene recordar todo lo que ha hecho ―como muy bien tiene presente Lolita―, para no caer en el error de exculparlo y considerarlo un verdadero amante. Humbert no la quiere. La quiere sólo para él, pero no la quiere.
Llegados a este punto, insisto: ¿serían capaces de calificar a Lolita de «novela de amor»? ¿La podrían encontrar erótica?...
Como llevo comentando desde el principio y como estoy tratando de demostrar en cada párrafo, Lolita es una historia complejísima. Es de ésas que permanecen rondando por tu cabeza durante un tiempo. Si, por el motivo que sea, no se atreven con el libro ―ya sé que lo he destripado por completo, y eso que aún me dejo cosas en el tintero, como el obsceno personaje de Clare Quilty y que tiene fascinada a Lolita, pero ello no les impedirá leer con interés la novela. Yo misma la leí habiendo visto antes la película―, vean la película de 1997 de Adrian Lyne. No es mi intención ningunear a Kubrick, pero ni tan siquiera fui capaz de acabar su versión (quizá otro día...): me pareció que no reflejaba en absoluto la esencia de Lolita y que la vestían y caracterizaban como a una mujercita que nada tiene que ver con la descrita por Nabokov.
Es una novela muy cruda de leer; pero, por mucho que en el epílogo Nabokov niegue intenciones moralizantes, «en este punzante estudio personal se encierra una lección general; la niña descarriada, la madre egotista, el anheloso maníaco no son tan sólo los protagonistas vigorosamente retratados de una historia única: nos previenen contra peligrosas tendencias, señalan males potenciales» y nos hace reflexionar a todos nosotros sobre «la tarea de lograr una generación mejor en un mundo más seguro», que son frases extraídas del epílogo de Lolita (escrito curiosamente también por Nabokov bajo pseudónimo). Por eso, aunque no resulte agradable, creo que es una novela necesaria.
¡Lector! Lo que oía no era más que la melodía de los niños que jugaban, sólo eso. (...) Me quedé de pie durante un rato escuchando desde mi elevado saliente aquella vibración musical, aquellos estallidos de gritos aislados con una especie de tímido murmullo como fondo. Y entonces comprendí que lo más dolorosamente lacerante no era que Lolita no estuviera a mi lado, sino que su voz no formara parte de aquel concierto.
La «belleza triste» de Lolita, interpretada por Dominique Swain, en Lolita (1997). |
Come sin prisas.
Viaja todo cuanto puedas.
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