Esa magia que se produce entre dos personas en contadas ocasiones...

—Mi mujer no le hace mucho caso —dijo Charles—; prefiere, por más que le recomiende que haga ejercicio, estarse siempre metida en su cuarto, leyendo. 
—Igual que yo —repuso León—. ¿Hay, efectivamente, algo mejor que estar de noche junto al fuego con un libro mientras el viento golpea los cristales y está encendida la lámpara…? 
— ¿Verdad que sí? —dijo ella, clavándole los grandes ojos negros, abiertos de par en par. 
—Uno no piensa en nada —seguía diciendo León—, las horas pasan. Nos paseamos sin movernos por comarcas que creemos ver y el pensamiento, unido a la ficción, se entretiene en detalles con los que va siguiendo el perímetro de las aventuras. Se mezcla con los personajes; nos parece que somos nosotros los que palpitamos dentro de sus ropas. 
— ¡Es verdad! ¡Es verdad! —decía ella. 
— ¿Se ha encontrado alguna vez —siguió diciendo León— en un libro con una idea inconcreta que había tenido antes, una imagen oscurecida que vuelve de lejos y es como la exposición completa de nuestra forma de sentir más impalpable? 
—He sentido cosas así —contestó ella. 
—Por eso —repuso él— me gustan sobre todo los poetas. Los versos me parecen más tiernos que la prosa y nos hacen llorar mucho más. 
—Pero a la larga resultan cansados —contestó Emma—; y ahora, en cambio, me entusiasman las historias que se leen de un tirón y meten miedo. Aborrezco a los protagonistas vulgares y los sentimientos tibios como los que existen en la realidad. 
—Desde luego —dijo el pasante—, obras así no llegan al corazón y, en mi opinión, se apartan de la meta auténtica del Arte. Es tan dulce, en medio de los desencantos de la vida, poder remitirse idealmente a caracteres nobles, a afectos puros y a espectáculos dichosos. En lo que a mí se refiere, no tengo otra distracción viviendo aquí, apartado del mundo. ¡Es que Yonville brinda tan pocos recursos! 
 —Como Tostes seguramente —añadió Emma—. Por eso nunca dejé de estar abonada a mi gabinete de lectura. 
(…) Y así, juntos, mientras conversaban Charles y el boticario, se engolfaron en una de esas conversaciones inconcretas en las que el azar de las frases desemboca siempre en el núcleo inamovible de una simpatía común.
La señora Bovary,
Gustave Flaubert

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