Virginia Woolf, Quentin Bell

Tal como comentara hace unas semanas, Las Horas (Daldry, 2002) me dejó tan fascinada sobre la figura de Virginia Woolf que no sólo me embarqué en la lectura de La señora Dalloway; también decidí, días más tarde, sumergirme en la propia biografía de la autora, escrita por su sobrino Quentin Bell.
«En 1964, unos veinte años después de la muerte de Virginia, mi tío Leonard me escribió comentándome que había gente dispuesta a escribir su biografía. Él se veía en la obligación de invitarlos a almorzar para convencerles de que no lo hicieran, lo cual no dejaba de ser un fastidio... Acto seguido, me sugirió que fuera yo quien se ocupara del tema.» Con estas sencillas palabras Quentin Bell inaugura uno de los mejores trabajos biográficos del siglo XX, y con la misma soltura cuenta con todo detalle la vida de una mujer que hoy es un mito de la literatura contemporánea. Gracias a su especial vinculación con la autora y a la ayuda de valiosos documentos, Bell pudo dibujar un retrato único en el que la ironía e incluso el humor se codean a gusto con el rigor histórico, conservando aún intacta la voz de una mujer que vivió y escribió con el talento que distingue a los genios.
Quentill Bell nos sumerge en la fascinante y a la vez tan frágil personalidad de Virginia Woolf; una profunda inmersión en su vida que, en mi caso, ha durado aproximadamente un mes... Y he disfrutado enormemente descubriendo los tesoros que escondía

Resulta complicado, no obstante, intentar describir algo al respecto porque reseñar una biografía es reseñar, en este caso, la vida de Virginia, así que intentaré limitarme a los aspectos más técnicos del libro. 

Lo sorprendente de este ensayo biográfico es que se lee como si no fuera tal. Quentin Bell consigue relatar la vida de su tía como si de una novela se tratara, pero con todo lujo de detalles, rigor y veracidad. Entre toda la maraña de personajes y lugares que nos describe el libro, Bell hace posible el no perderse durante la lectura; y, lo más importante, logra que sintamos muy cercana a Virginia, «confiere carne y sangre a la persona, la hace vivir entre nosotros», como señala tan acertadamente Marta Pessarrodona en el prólogo. Es cierto: conforme el lector va adentrándose en las páginas de la biografía, siente como si fuera conociendo personalmente a todos y cada uno de los miembros de Bloomsbury, tal es la riqueza del vívido retrato que dibuja el autor. Es fascinante el modo en que nos acerca a la intimidad del selecto círculo de artistas, cómo nos hace comprender la clase de relación existente entre ellos: un vínculo intelectual en el que admiración, crítica y rivalidad se suceden continuamente, pero siempre desde la lealtad y el respeto; donde los deseos de intercambiar puntos de vista sobre una sociedad victoriana que se les antoja anticuada y extraña ―y que, ciertamente, se opondría escandalizada y categóricamente a tales puntos de vista― son los culpables de reunir y congregar, cada jueves por la noche, a Thoby Stephen, Clive Bell, Leonard Woolf, Lytton Stratchey, Saxon Sydney Turner... Y a las propias hermanas Stephen: Vanessa y Virginia.

Igualmente enriquecedora me ha resultado la exhaustiva descripción de las circunstancias, personales y sociales, en que Virginia escribió cada una de sus obras, las dificultades mentales a las que se tuvo que enfrentarse, los temores y nervios con que sufrió cada publicación y cada crítica. Hace unos minutos leía precisamente "La temperatura a la que arde un crítico" de esa maravillosa plataforma que es Zenda, y no he podido evitar acordarme del pánico de Virginia a que los críticos sepultaran sus novelas bajo recensiones infames y despiadadas. «La crítica furtiva es más despreciable, pero no por ello es menos nociva que una condena franca y directa», pensaba Quentin Bell sobre uno de los más feroces críticos de Virginia Woolf, Wyndham Lewis.

También recuerdo ahora lo mucho que me entusiasmó ver, el pasado 1 de mayo en la Feria del Libro de Valencia, los distintos títulos publicados por la autora y por algunos de sus contemporáneos, como Katherine Mansfield; y no me entusiasmó tanto el hecho de verlos como el conocer toda la amalgama de sentimientos bajo la que habían sido escritos, o ser sabedora de la clase de relación mantenida con otros autores. El caso de la mencionada Katherine Mansfield, por ejemplo, es bastante curioso. Del mismo modo, a lo largo de la biografía me alegraba encontrarme con autores de los que he leído su obra más importante, como E.M. Forster y su Pasaje a la India o Emily Brontë y su Cumbres borrascosas.

La única pega que le pongo al libro es la rapidez inesperada con que Quentin Bell concluye la historia de su tía: me quedaban aproximadamente unas cien páginas para acabar el libro y, de repente, me encontré con que todo aquello eran apéndices. Quiero decir que pensaba que Bell se detendría más en el suicidio de Virginia Woolf, y no me refiero a una recreación en su muerte sino a una explicación de cómo fue el proceso de degeneración final que la llevó a tomar esa decisión. En su lugar, me topé con un punto y final resuelto, a mi juicio, de forma demasiado breve y directa en comparación con la narración pausada y detallada del resto de episodios de su vida. Me sorprendió, sin más.

No puedo estar más contenta con el descubrimiento de esta artista. Su vida y su persona me han calado muy hondo y tocado aspectos personales que no esperaba encontrar también en la propia Virginia. Acabo este ensayo con un sentimiento de profunda admiración hacia ella, su esposo Leonard Woolf y el propio Quentin Bell: pese a la objetividad y distancia que toma como autor, se hace patente en cada página que la biografía ha sido escrita desde el cariño y el afecto. No hay nada como leer este libro para comprender mejor las novelas de Virginia; yo, por lo menos, me alegré muchísimo de descubrir por fin en quién se basaba su personaje Peter de La señora Dalloway, y estoy segura, además, de que ésa no será la última obra suya que pase por mis manos...
Todo es temporal, pero dejad que hable claramente sobre esto. Dejadme hacer una confesión donde no necesito alardear. Hace muchos años, después del asunto con Lytton, me dije, subiendo la colina de Bayreuth, nunca pretendas que las cosas que no has conseguido no merece la pena tenerlas: un buen consejo, creo. Por lo menos, me viene a la memoria a menudo. Por ejemplo, nunca pretendas que los hijos se pueden reemplazar por otras cosas. Y luego continué... para decirme a mí misma que uno debe (¿cómo voy a expresar esto?) querer las cosas por sí mismas o, mejor, liberarlas del peso que tienen sobre la vida de uno. Uno debe apartarlas y aventurarse hacia las cosas que existen independientemente de uno mismo.
 Hasta siempre, Virginia. Fue un placer.

Come sin prisas. 
Viaja todo cuanto puedas. 
Y lee... Lee muchísimo.




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